¡Vivan las cadenas!
Mi padre no tenía temperamento autoritario, pero aquel domingo levantó la voz y la tropa –tres hermanos y yo– comprendimos que se trataba de una orden: –¡Todos a comer! En el centro de la mesa había un arroz malencarado, hostil y más feo que el granadino Picio: un arroz negro, que jamás habíamos probado ni visto en restaurante alguno y cuya elaboración –insatisfactoria– requirió unas horas en la cocina y muchas lecturas: Xavier Domingo, Néstor Luján, Luis Bettonica, Carmen Casas, Josep Pla, Julio Camba, Álvaro Cunqueiro...
Antes de que nuestra madre se apresurara a freír unos huevos, el padre de familia impuso su autoridad. Todos comimos en silencio aquel arroz que dejaba los dientes ennegrecidos y nadie se chivó a los amigos sobre quién cocinaba los domingos.
Un episodio clásico en el día a día de los sin pareja empieza así:
–Te invito a comer en casa. (O aún peor, te invito a una cenita en casa.)
Yo tiemblo. Y miento como un bellaco, invento excusas y si flaqueo por
¿Qué nostalgia van a sentir por la cocina que esclavizó a sus abuelas? Muy poca, claro
un instante releo la primera norma del “Perfecto invitado”, unos consejos sabios con los que el gran Camba rubrica La casa de Lúculo: “Cuando aparezca en la mesa un plato notoriamente inferior a todos los otros, elógiese sin reservas. Indudablemente, este plato es obra de la dueña de la casa”.
¡Hoy te invita una mujer a comer a su casa y sólo hay un plato (y lo ha hecho la anfitriona)!
Y no es un plato de la cocina de las abuelas, sino del mañana: risottos dulzones, ensaladas inverosímiles, sushi de arroz apelmazado con salmón de piscifactoría, guacamoles desequilibrados y, últimamente, ceviches a mi aire e inspiración.
Usted es un maleducado –pensará algún lector–, le invitan y encima sale con exigencias. No querrá que su anfitriona se pase horas vigilando tontamente una olla que hierve, prepare un sofrito decimonónico o se enfrente a un arroz insurgente que pierde el punto si le das confianza. Pues precisamente por eso procuro declinar las invitaciones. No quiero ni deseo semejantes torturas para nadie –y menos para una amiga hospitalaria–, pero tampoco estoy ansioso por donar mi estómago en vida a la nueva gastronomía de la mujer sin pareja.
Hoy, la cocina de la abuela es masculina o no es. Quizás sea un acto de cariño retroactivo, de supervivencia o de falta de prejuicios de género pero me atrevo a decir y así lo escribo que los hombres hemos adoptado cierta cocina en decadencia, tradicional y casera, que interesa poco a las mujeres y la tienen muy abandonada. Antes creativas que tradicionales. ¿Qué nostalgia van a sentir por los platos inolvidables que esclavizaron horas, días y vidas a sus abuelas? Muy poca, claro.
¡Cómo se asustan cuando las invito a un marmitako! Y no es por las intenciones...