La Vanguardia

“Quieren más y más...”

Los propietari­os de la mina se vanagloria­ban de haber reducido drásticame­nte el coste de las extraccion­es

- RICARDO GINÉS

Quieren más y más y siempre más y más rápido”...

El minero, que no da el nombre por miedo a represalia­s, señala a un culpable: la avaricia de los patrones por conseguir extraer más carbón sin mejorar las condicione­s ni la seguridad en el puesto de trabajo. Ya ha tenido tres accidentes: bien le podía haber tocado a él, curado de espantos. Pero la seguridad no mejora.

“Tengo colegas que no saben cómo funciona la máscara de gas y ya me dirás entonces para qué sirve”, denuncia. Con 37 años, lleva trece en este oficio y apenas gana 1.500 liras al mes (unos 500 euros). Cuando se jubile recibirá por toda una vida de topo 850 liras mensuales (menos de 300 euros). “En una semana volveremos dentro y aquí no habrá pasado nada”, se lamenta. A medida que habla, sus ojos se enrojecen.

“Tengo colegas que no saben cómo funciona la máscara de gas”, denuncia un minero

Extraen de las entrañas de la tierra el carbón para los inviernos anatolios, y sus rostros se muestran hoy demacrados, bajo el peso de la fatalidad. A menudo con ojos rojos, cerca de las lágrimas. Mudos la mayoría. Tocados, pero no hundidos. Son mineros, curtidos por una profesión que a menudo exige un precio demasiado alto para ejercerla. Y están a la espera. De una forma que parece ensimismad­a asisten a un ritual macabro. La espera es interrumpi­da por los cuerpos sin vida que aparecen poco a poco en camillas y cubiertos con improvisad­as mantas. En la entrada de la mina se ha hecho un pasillo para que los siniestrad­os puedan ser desalojado­s lo antes posible.

A ambos lados, policías, gendarmes y, sobre todo, familiares y conocidos. La gran mayoría son hombres, aunque también hay algunas mujeres. Los que extraen los cuerpos ya cadáveres son expertos en rescate, pero también sus propios compañeros. Muchos de ellos siguen con la linterna encendida en el casco cuando, con cuidado, salen con el cadá-

ver. Cuando al muerto se le puede ver la cara, esta se presenta cubierta de hulla y es fotografia­da múltiples veces por teléfonos móviles para facilitar el reconocimi­ento. Entonces, a veces, salta un grito de horror o un gemido escalofria­nte. Pero, sobre todo, silencio y tensa espera, llanto contenido. Para poder acoger tal cantidad de cadáveres se ha improvisad­o una morgue en un almacén frigorífic­o de melones cercano.

“Estamos intentando llevarlo como hombres que se mantienen en pie, a pesar de todo”. El mine- ro que habla ha perdido a tres amigos. Demasiado monóxido de carbono a cientos de metros de profundida­d. Soma, para ellos, no ha sido la droga de Un mundo feliz, sino la sepultura en vida. “Asesinos”, han escrito un grupo de jóvenes en la fachada de la empresa gestora de la mina.

Gracias a su mayoría absoluta en el Parlamento, el partido gobernante, el conservado­r islámico AKP, rechazó en abril una petición de la oposición que reclamaba el control de esta mina. Según el diario Hürriyet Daily News, en septiembre del 2012 el presidente de Soma Holding, Alp Gürkan, se vanaglorió en una entrevista de haber reducido los costes tras haber asumido su control, antes en manos estatales. Los costes de producción por tonelada de carbón bajaron de 140 dólares a 24 dólares.

Los sindicatos han convocado para hoy jueves una huelga y tres minutos de silencio.

Por encima de nuestras cabezas, el ruido de los helicópter­os señala la pronta llegada del primer ministro turco, Recep Ta-

“En una semana volveremos dentro de la mina y aquí no habrá pasado nada”, se lamentan

yyip Erdogan. Por debajo, un ascensor que penetra a varios cientos de metros de profundida­d. A nuestro alrededor, montes pelados, cicatrizad­os por innumerabl­es canteras ahora abandonada­s a su suerte.

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OZGU OZDEMIR / GETTY IMAGES De pie. Dos mineros ayudaban ayer a un compañero a salir al exterior; “estamos intentando llevarlo como hombres que se mantienen en pie, a pesar de todo”, decía un minero de 37 años entre el agotamient­o y la indignació­n
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REUTERS Familiares de los mineros, indignados frente al hospital de Soma

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