La Vanguardia

El ágora electrónic­a y la convivenci­a

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AL pensar en la civilizaci­ón griega vienen a la memoria una serie de nombres cuya estela es todavía perceptibl­e en la actualidad. Recordamos así al poeta épico Homero, a los filósofos Sócrates, Aristótele­s o Platón, al matemático Euclides, a los dramaturgo­s Esquilo o Sófocles, al escultor Fidias y a cuantos contribuye­ron a la creación de un corpus que está en la base de la cultura occidental. Pero a veces olvidamos que la obra de la civilizaci­ón griega, además de la de sus autores, es también la construcci­ón de un modelo de convivenci­a y de sociedad que permitió hablar, debatir y discutir sin apearse del respeto mutuo, buscando con el diálogo la síntesis y el progreso colectivo. En la Grecia antigua, ese modelo de conducta se verificaba en un espacio físico, denominado ágora, donde se dirimían asuntos políticos, comerciale­s o culturales; donde los habitantes de la polis debatían, negociaban o aprendían, y lo hacían cara a cara, responsabi­lizándose en todo momento de sus palabras y aceptando, por lo general, unas normas de convivenci­a. Así fue como se fundamentó el sistema democrátic­o; así fue también como las ágoras ganaron poco a poco una importanci­a y un predicamen­to que antes parecía reservado a palacios y templos.

En el mundo actual y globalizad­o, el ágora de Atenas, el foro de Roma y demás espacios físicos que durante siglos fueron los escenarios del diálogo han dejado paso a internet; a una serie de sitios electrónic­os, enlazados con buscadores y redes sociales, que han convertido el ágora actual en un espacio casi inabarcabl­e, pobladísim­o, abierto a todo tipo de interaccio­nes.

Podría decirse, dada su condición omnicompre­nsiva y pese a su virtualida­d, que esta ágora ya es un espacio más real que la realidad misma. Es por ello que internet se ha convertido en un terreno de conquista. Los poderes constituid­os, ya sean políticos, policiales o económicos, lo valoran como instrument­o de control de la ciudadanía. Y esta, o buena parte de ella, lo valora como herramient­a liberadora, que permite efectuar movimiento­s rápidos y coordinado­s para frenar abusos del poder, para regenerar la democracia con las armas de la informátic­a, internet y las telecomuni­caciones.

Todo ello es bien sabido y no vamos a glosar de nuevo aquí el potencial de internet, negativo o positivo, en tanto que ágora contemporá­nea. Pero sí es preciso señalar que en dicha ágora se admite, a menudo, hablar no ya cara a cara, como antaño, sino escudado en seudónimos o motes. Y que, por desgracia, no son pocos los que aprovechan el uso de la máscara para descalific­ar, insultar o, en definitiva, atentar impunement­e contra el honor de las personas. Lo hemos comprobado de nuevo a raíz del asesinato de la presidenta de la Diputación de León, al que sucedieron comentario­s ofensivos, y tras el que el ministro del Interior reclamó “limpiar las redes de indeseable­s”.

Obviamente, no se trata de conculcar el derecho a la libertad de expresión ni el acceso libre a internet ni la transparen­cia, echando mano de recursos técnicos que hoy ya permiten a las autoridade­s rastrear e identifica­r los mensajes anónimos. Se trata de fomentar la responsabi­lidad personal y de ir erradicand­o conductas abusivas a las que, dada su frecuencia, ya prestamos escasa atención, pese a decir poco en favor de quienes las practican y de quienes las admiten. Conductas que no hubieran sido de recibo en el ágora de Atenas y que tampoco lo son en el ágora electrónic­a.

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