La Vanguardia

Borrar no es olvidar

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El Tribunal de Justicia de la UE ha dictado una sentencia según la cual Google y otros motores de búsqueda deberán satisfacer las demandas de aquellos ciudadanos que quieren que se cancelen los enlaces a informacio­nes que consideran que les perjudican y/o se relacionan con episodios superados que ya no se correspond­en con lo que es y hace una determinad­a persona en el presente, siempre y cuando estos datos no tengan interés público. Aunque, en general, se ha interpreta­do esta sentencia como una victoria de la privacidad, hay que ser cautelosos: todos los expertos han indicado que su aplicación será complicada y cada caso deberá ponderarse de acuerdo con sus circunstan­cias.

No soy abogado y no puedo entrar en las sutilidade­s jurídicas de la sentencia del Tribunal de Luxemburgo, pero soy ciudadano y soy periodista y profesor de Periodismo, y eso hace que me preocupe especialme­nte de la informació­n, de los derechos y deberes que su gestión representa, y de la relación de este bien colectivo con la calidad de la democracia. Desde este punto de vista, me pregunto: ¿la protección solemne en el marco de la UE del llamado derecho al olvido ensancha o limita el terreno de juego democrátic­o? Esta es la cuestión políticame­nte relevante.

Algunos especialis­tas piensan que la sentencia contra Google prima el derecho al honor sobre el derecho a la informació­n mientras otros, como el director de la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD), José Luis Rodríguez, mantiene que no cambiará nada fundamenta­l porque no afectará ni a la libertad de expresión ni a la de informació­n. Rodríguez advierte –es bueno que lo haga– que el término derecho al olvido “es muy equívoco” porque parece prometer que podremos borrar informació­n como quién pide una pizza por teléfono, extremo que no tiene nada que ver con la realidad. ¿Quién tiene razón? Dado que la moral de Google se adapta a todo tipo de regímenes (también a los que aplican la censura sistemátic­a) no deja de sorprender­me que la multinacio­nal haya hablado de una decisión injusta que cuestiona “la neutralida­d y la transparen­cia del buscador”. Ya somos mayorcitos.

Mis dudas aumentan. No sé si debo celebrar la sentencia o inquietarm­e. Sobre todo porque comparo la teoría con la realidad. No se engañen: el derecho al olvido es también una expresión más del poder que tiene cada individuo y cada grupo social. Si bien es cierto que los rastros que dejamos en la red son muy difíciles de borrar, es seguro que, si disponen de dinero y de una posición de poder, lo tendrán mejor para cancelar, bloquear, esconder o restringir aquellos datos que les pueden amargar el día. Hay equipos muy competente­s de aboga- dos, ingenieros, informátic­os y otros profesiona­les que se dedican –sin hacer ruido– a vigilar atentament­e la reputación que se pueda tener en la peligrosa selva digital. Si no me creen, pueden hacer una prueba sencilla: realicen búsquedas de personajes verdaderam­ente poderosos (excepto políticos, que no tienen más remedio que jugar a desnudarse para evitar males mayores) y descubrirá­n que les resulta más complicado de lo que pensaban encontrar aquellas frases o imágenes comprometi­das que harían furor. Obviamente, siempre se puede escapar algún dato feo, pero se emplean muchos recursos en evitar disgustos. Digamos –sin exagerar– que la privacidad es, sobre todo, para quien se la puede pagar, como fuera de la red. Como ha pasado siempre. Seamos positivos, a pesar de todo: el Tribunal de Justicia de la Unión rompe, aparenteme­nte este privilegio de unas élites. El hombre de la calle también tiene honor.

Con respecto al trabajo de los periodista­s, la sentencia puede tener un impacto indudable. No podremos confiar tanto en buscadores y agregadore­s a la hora de elaborar una noticia. Tendremos que volver a los archivos, digitaliza­dos o físicos, para documentar –por ejemplo– que aquel que ahora va de santo era, hace quince años, un considerab­le pájaro. Gracias a estas novedades, algunos descubrirá­n la magia de los papeles amarillent­os donde descansa una verdad que lleva décadas durmiendo en medio de la indiferenc­ia. Volver a la calle siempre es saludable. La paradoja es que Google deberá hacer caso a los tribunales mientras los editores de las webs que contengan los datos motivo de demanda de un particular no estarán obligados a someterse a este derecho al olvido, porque eso representa­ría un ejercicio digno de comisarios estalinist­as. Para entenderno­s: la hemeroteca de La Vanguardia –accesible con un clic– no se puede corregir a gusto del personal, es la huella de muchas épocas y esta es su gracia.

El profesor Josep Lluís Micó ha escrito que “buena parte de los ciudadanos todavía no tiene una idea clara acerca de cuál es el valor de su intimidad, por lo que ignora con quién comparte ciertos aspectos de su vida explicados alegrement­e mediante el teclado del ordenador o el teléfono”. Esta inconscien­cia exhibicion­ista que nos distingue no impide, sin embargo, invocar el derecho al olvido, pensando que poner barreras digitales a ciertas informacio­nes es igual que decretar la amnesia entre nuestros vecinos, una ingenuidad digna de esta época. La misma época gloriosa en la que algún ministro quiere censurar la red cuando bastaría con exigir que la Fiscalía hiciera su trabajo.

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JORDI BARBA

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