Los bares automáticos
Asombra que este texto fuera publicado en la prensa en 1894. Lo reprodujo años más tarde Tomàs Caballé i Clos en su libro sobre los cafés. Y cito:
“Acaba de abrir sus puertas un establecimiento especial de bebidas montado por un sistema enteramente nuevo.
En la tienda se hallan distribuidos diez aparatos automáticos construidos en hierro y mármoles, conteniendo cada uno una bebida especial, que mana del grifo mediante el peso de una moneda de diez céntimos que el bebedor deposita en un agujero.
El lavado de copas también es automático, y para ello el bebedor comprime un pitón con el fondo de la copa o vaso y brota el agua con presión hasta dejarlo limpio”.
Este bar que aportaba a Barcelona semejante novedad se encontraba en la calle Nou de la Rambla.
Precisa Miquel Regàs en sus memorias que en 1912 se inauguraba en Pelai 60 el American Bar, de Josep Mirabet, y un tal Fabra, procedente de la Damm; la primorosa y muy trabajada decoración, inspirada en el modernismo, fue proyectada por el arquitecto Josep Domènech Mansana. Hacía honor a su nombre al haber incorporado un bufete automático, que anunciaba en el rótulo de la fachada. La in-
Aunque sorprenda, el primero en su género ya apareció en 1894, en la calle Nou de la Rambla
troducción de 10 céntimos en la rendija suministraba medio bocadillo; y con 20, uno entero. Al costado estaba el automatismo que expedía cervezas. Con el paso de los años quedó reducido el nombre: Americà. Y con la castellanización franquista, le bastó el cambio de acento: América. Cerró en 1951.
Paco Villar, en su formidable rastreo de los cafés, situado en su segunda ronda entre 1888 y 1936, dictamina que la modernización del bar americano culminó con la incorporación del automatismo. Y así en 1932 se inauguraba el bar Automàtic en la Rambla 138; dos años después, en el número 52. Los había proyectado el arquitectos Manuel Cases. Y en 1935, en el número 120, abre sus puertas el bar y restaurante Savarín. Todos estos tuvieron menos éxito que el de la calle Pelai.
A algunos, pendientes siempre de las novedades, les encantaba cualquier demostración de modernidad; mientras que otros no disimulaban que eran reacios al cambio de costumbres. Seguramente estos últimos fueron los que propalaron un apelativo que exteriorizaba su actitud más bien negativa: Can Baba.
Así las cosas no fue de extrañar que no cuajaran aquí los vientos americanos, al preferir una clientela muy bien acostumbrada a que le ofrecieran productos de la mejor calidad posible y sobre todo con la mejor atención personal. De ahí que la novedad de la cafetera italiana Gaggia, introducida por Esteve Sala Soler en los cincuenta, fuera recibida con los brazos abiertos.
JOAN MARTÍ / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA