Y la ciencia ficción perdió el apellido
Se cuenta de Malcolm Lowry, el autor de Bajo el volcán, que desde muy joven era capaz de inventar historias, hasta el punto de que nadie daba crédito a algunas cosas que le ocurrían, cuando eran ciertas. Una noche, caminando con su amigo John Sommerfield por Fitzrovia, el barrio bohemio del Londres de entreguerras, vio dos elefantes en una esquina. Los dos hombres corrieron a avisar a otros, pero, al regresar, los paquidermos habían desaparecido y nadie les creyó, a pesar de que en el pavimento encontraron unas elefantinas heces todavía humeantes.
Cuando uno descubre los vestibles que inventan las industrias tecnológicas y los explica a un tercero puede ocurrirle como a Lowry y Sommerfield, es decir, que no le crean. ¿Sabían que existen los Smarty Rings, anillos que permiten aceptar o rechazar llamadas entrantes? ¿O camisetas Gow, que proporcionan datos cardiovasculares de un deportista? ¿O incluso lentillas inteligentes capaces de medir el nivel de glucosa de un diabético? En las páginas de Tendencias del diario encontrará un catálogo de dispositivos electrónicos sorprendentes.
La tecnología se ha instalado en el mundo para mejorar nuestra existencia, lo que no es lo mismo que afirmar que cada nuevo invento la mejore. El exceso de tecnología en nuestras vidas puede acabar por saturarnos. La prestigiosa revista The Atlantic, que se publica en Boston desde hace siglo y medio, mostraba no hace mucho la preocupación por que el exceso de informaciones conduzca a una civilización de personas menos inteligentes y menos capaces de resolver los problemas. En cualquier caso, ver cómo la ciencia ficción pierde el apellido es fascinante. Si Lowry viviera y volviera a ver elefantes en Londres, todos pensarían que estos estaban en sus Google Glass.