Acariciar la tierra, acariciar la cara
Los familiares de los mineros muertos restriegan las manos sobre la tierra que cubre al sepultado, ensimismados
Restriegan las manos sobre la tierra que cubre al ser querido, lentamente, ensimismados. O rezan en voz baja con las manos abiertas y en soledad. O se reclinan hasta casi tocar con la frente la sepultura. O la adornan con rosas rojas y blancas. O se desmayan, hombres y mujeres, incapaces de afrontar tanto dolor.
Son formas de duelo las que ayer se podían ver en el funeral de varias decenas de mineros en Soma, el epicentro de la tragedia minera que ha sacudido Turquía. Mujeres y sobre todo hombres –cada sexo en una zona– daban su último adiós al ser querido.
“Fíjate en lo humilde que es todo. Estos mineros no tienen con qué pagar el alquiler, no ganan para vivir y ahora no tienen siquiera con qué pagar su entierro”, señalaba Nazile Selaidin, 59 años, secretaria jubilada.
Varias organizaciones repar- tían dulces, bocadillos y agua. También colonia, que a veces sirve para despertar a los desmayados. Los familiares recibían en largas colas los pésames: extensas tanto por el número de familiares como por el de las personas que deseaban expresar sus condolencias.
“Hay mucho dolor, sí, pero también mucha rabia”. Ali Riza Yeni, 55 años, jubilado y vecino de la cercana Pérgamo, ha venido a ayudar a un amigo a superar el trance de perder un hijo. Ahora espera sobre una silla de plástico y lleva en la solapa la foto del minero. “No es un accidente, se trata de un asesinato. Todo el mundo aquí lo considera así”.
Los féretros iban llegando uno a uno, de madera y muchos de color verde, el color del islam. A unos treinta kilómetros de la zona siniestrada, unas fosas ya abiertas se iban llenando ayer de cadáveres mientras otras se cavaban a contrarreloj. Entre los familiares se repiten los rumores: habría más fallecidos que no aparecen en la lista oficial puesto que estarían trabajando de forma irregular en la mina. Sea cierto o no, lo seguro es que el cementerio apenas da abasto. Ayer había una capacidad de 90 a 100 nichos y, enterrados a medio cuerpo, varios trabajadores de la municipalidad se afanaban con pico y pala en preparar unas diez más para los muertos que quedan.
“¿Cómo es posible que en las minas de Alemania mueran tan pocos en tantos años mientras que en Turquía sea justo al revés?”, se pregunta Ali Riza. En cuanto a la investigación prometida por el primer ministro, Recep T. Erdogan, Riza se muestra escéptico. “Tengo curiosidad por conocer qué van a decir ahora. En 55 años nunca he conocido algo así”. ¿Y la tragedia de Zonguldak (ciudad portuaria del mar Negro) donde en los años noventa murieron más de 200 mineros? “Sí, pero eso no cambió nada. Los responsables de lo que ha pasado son los patronos, los que llevan el tema de la seguridad. Eso no va a cambiar. Pero ¿cómo vamos a aceptar algo así”, se lamenta.
Después de ser alzado a hombros durante varias decenas de metros, el contenido del féretro, totalmente envuelto en una manta blanca, es vaciado en el agujero. Encima son depositados un plástico y maderas. Luego se cierra el sepulcro.
Al final de cada oficio fúnebre los que rodean la improvisada tumba se frotan la cara en señal de despedida. Al final lo que queda es un montículo de tierra y piedras y una pequeña señal con el nombre del sepultado. Y un botijo encrustado en la tierra.
Y la constancia de que es más duro emocionalmente perder al hijo que al padre o la madre.