Amor multinacional
‘10.000 km’ de Carlos Marques-marcet y el regreso de los chicos de ‘Una casa de locos’ coinciden en otra semana poblada de estrenos
Sacando la cabeza de entre una montaña de coronas de laurel, literales y figuradas, llega por fin a los cines 10.000 km, una de las películas españolas predestinadas a regresar a la actualidad el próximo invierno, cuando empiecen a repartirse los galardones a lo mejor que ha ocurrido en 2014. Porque el largometraje debut de Carlos Marques-Marcet es mucho más que un inicio de carrera prometedor. Bajo la aparente levedad del naufragio de una joven pareja separada por la distancia a que alude el título –la que hay de Los Ángeles a Barcelona–, el joven cineasta, con la complicidad de sus dos únicos actores, Natalia Tena y David Verdaguer (premiados en Austin), profundiza en las sutilezas de la hipercomunicación contemporánea y su relación con la física de nuestros cuerpos: lo que tocan y lo que habitan.
Es paradójico –y elocuente respecto a la astucia de MarquesMarcet– cómo la cinta, rotunda triunfadora en el festival de Málaga, es leída como una crítica a la revolución tecnológica o, todo lo contrario, como una elegía tecnológica, en función de si la posi- ción del que mira es la del apocalíptico o la del integrado ( copyrigh Umberto Eco). MarquesMarcet, formado como director en Los Ángeles, no está con unos ni con otros y evita cuidadosamente la nostalgia (¿cómo cabe añorar las relaciones por vía postal?) tanto como el adanismo. Su crónica va más lejos de la peripecia amorosa, y levanta un fresco sobre la novísima relación del individuo con el planeta, merced a instrumentos como Google Earth o Street View, proponiendo una nueva sintaxis visual, radicalmente contemporánea, y una revisión conceptual del viaje y del paisaje como asuntos narrativos. La creciente tendencia a emanciparse de linderos territoriales e idiomá- ticos y a ensanchar sus vidas a través de las pantallas, los agregados humanos exigen nuevos tratadistas, y el cineasta barcelonés ha cumplido con su parte.
Y de algo parecido habla Nueva vida en Nueva York, de Cédric Klapisch, que es continuación natural de sus dos anteriores títulos sobre los mismos personajes: Una casa de locos (2002), aquella película sobre un joven francés, Xavier (Romain Duris), de Erasmus en Barcelona, a la que siguió Las muñecas rusas (2005), donde el joven ya no era tan joven y trataba de encauzar su vida afectiva y su carrera como escritor. Como informa el título español de la película –en francés se llama literalmente “Rompecabezas chino”–, ahora Xavier se desplaza a vivir a Nueva York para poder estar cerca de sus hijos, toda vez que su ex pareja rehace allí su vida con un caballero adinerado. Reaparecerán todos los personajes que rodean a Xavier desde aquellos ahora ya lejanos años en Barcelona, y Cédric Klapish va desplegando todas las complicaciones de la existencia multinacional contemporánea –“la vida es muy complicada”, repite como una letanía el protagonista–, con especial atención a las heterodoxas formalizaciones que hoy tiene lo que hace nada se llamaba familia nuclear. Xavier será padre de alquiler, novio de ocasión, mensajero en bicicleta, marido de conveniencia y escritor de azotea, según convenga. Klapisch, cronista voluntario de la generación Erasmus, se afana en que su oda a Nueva York no sea turística: “Quise alejarme del Nueva York de postal, pero tampoco quería un retrato de la sordidez de los callejones”, explicaba estos días en Madrid. De hecho, Nueva York, con sus inconvenientes y pejiguerías, funciona en términos simbólicos, como la tierra prometida de la afortunada generación multinacional.
Klapisch lleva a sus erasmus a la patria de los que tienen muchas: la Gran Manzana Detrás del drama romántico, late una revisión conceptual del viaje y del paisaje