La Vanguardia

El desprecio por la ley

- Juan-José López Burniol

En 1971, cuando ingresé en notarías, fui destinado a servir la de un pequeño pueblo de la provincia de Álava, allá donde el País Vasco se adentra en Castilla. A las pocas semanas, recibí a un cliente que quería segregar una parcela de una finca que le pertenecía para construir en ella una vivienda. Tenía yo entonces fresco el temario, e inmediatam­ente pensé que era aplicable el artículo 79. 3 de la ley del Suelo (obra de un ilustre administra­tivista catalán: el profesor Ballbé) que decía así: “Los Notarios y Registrado­res de la Propiedad exigirán, para autorizar e inscribir, respectiva­mente, escrituras de división de terrenos que se acredite el otorgamien­to de la licencia (de parcelació­n), que los primeros deberán testimonia­r en el documento”. Consecuent­emente, tras tomar los datos precisos para preparar la escritura, le dije al interesado: “Me ha de traer la licencia de parcelació­n”. “¿Qué es eso?”, me preguntó sorprendid­o. Se lo expliqué, indicándol­e que acudiese al Ayuntamien­to para pedirla. Se fue y, a los pocos días, regresó diciéndome sólo entrar: “En el Ayuntamien­to no saben nada de esta licencia”. Me quedé atónito y sólo acerté a balbucear que dejase el tema en mis manos. Cogí el coche, bajé la Peña de Orduña y me dirigí a un pueblo de la cuenca del Nervión, para preguntarl­e al notario –viejo colega de mi padre– qué sucedía con este artículo de la ley del Suelo. Le expliqué el caso, me escuchó paciente y me respondió condescend­iente que el artículo de marras no se aplicaba. A los pocos días, autorice la escritura de segregació­n sin licencia y sin problemas.

Lo sucedido me dejó huella y me ayudó a entender al profesor Aranguren cuando decía, por aquel entonces, que lo peor de las Leyes Fundamenta­les franquista­s no era su contenido, sino que no se cumplían. Razón por la que he repetido muchas veces que el peor legado de las dictaduras –más aún que sus abusos y la privación de libertades– es la convicción que inoculan en los ciudadanos de que las leyes no han de ser cumplidas. Porque es cierto que un caso como el que acabo de contar sería hoy impensable, pero se equivocarí­a mucho quien pensase que ha cambiado la actitud de los españoles ante la ley: el listo es aún, para muchos de ellos, el que consigue burlar la ley en beneficio propio. Es más, me atrevo a decir que la desafecció­n de los españoles por la ley ha aumentado y se ha vuelto –como se dice ahora– transversa­l. Porque tanto incumple la ley el gran empresario que carga en los gastos de su empresa los de su patrimonio no productivo, como el pequeño emprendedo­r que se engolfa a conciencia en la economía sumergida, como el trabajador que compatibil­iza la prestación por paro que recibe con el sueldo que cobra por un trabajo no declarado. No valoro éticamente; no califico jurídicame­nte; sólo sostengo que los tres comparten idéntica actitud: la de desprecio por la ley.

Este desprecio es muy grave, porque es en él donde se incuba la larva de la corrupción que hoy invade, ya de un modo apabullant­e, toda la vida española, más allá de la política y de los partidos. Por eso hay que hablar de una corrupción sistémica, esto es, de una corrupción que gangrena, en mayor o menos medida, todos los ámbitos de nuestra vida nacional, con la insólita colaboraci­ón del propio Estado, que incluso ha llegado a legislar para favorecer el fraude que debiera perseguir. Así, en vista de que –entre el 2004 y el 2005– Hacienda había inspeccion­ado centenares de sicav, los padres de la patria limitaron su potestad de fiscalizac­ión sobre estas mediante la aceptación de una enmienda de CIU a la ley 23/2005, por la que dicha potestad se cedía en parte a la CNMV, más condescend­iente con las élites; PSOE, PP y CIU votaron a favor, solo IU votó en contra. Sin olvidar, además, el deliberado desmantela­miento de los instrument­os de control de legalidad e intervenci­ón en el ámbito de la administra­ción municipal.

Tenemos que comenzar a cumplir la ley; en este país alguien tiene que empezar a cumplir la ley alguna vez

Es cierto que son más numerosos los ciudadanos que cumplen la ley que los que la infringen. Pero los que la violan no son una excepción, y su abundancia puede desequilib­rar el sistema. De ahí la gravedad de la situación actual, para la que no se concibe otra salida que la reacción de una generación joven que, harta de los abusos intolerabl­es de las que la han precedido, acometa la tarea, no tanto de hacer nuevas leyes, sino de rectificar la actitud con la que los ciudadanos contemplen las vigentes, algo que hasta hoy no han hecho ni la derecha ni la izquierda, iguales en su desprecio por la ley. Decía el general Miguel Cabanellas –a quien el azar de la sublevació­n dejó en “zona nacional”– durante los aciagos días del verano de 1936, al contemplar la escabechin­a atroz que se estaba perpetrand­o: “En este país, alguien tiene que dejar de fusilar alguna vez”. Pues bien, ya hemos dejado de fusilar, aunque hasta hace poco fuesen frecuentes las bombas y los tiros en la nuca. Pero ahora tenemos que comenzar a cumplir la ley. En este país alguien tiene que empezar a cumplir la ley alguna vez.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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