PHOENIX La ciudad más insostenible del mundo
El cambio climático pone en jaque el modelo de ladrillo y agua barata en el Oeste americano
A¿Sufrirán Phoenix y Las Vegas el destino de las ciudades de los anasazi y hokoham? El nuevo informe federal prevé una caída del 15% del agua en el río Colorado
ntes de visitar la megametrópoli de Phoenix, de 1.600 km2 de urbanizaciones valladas y freeways atascados de vehículos 4x4 en medio del desierto de Arizona, conviene dar una vuelta por las ruinas precolombinas del mismo estado. En Cañón de Chelley, al nordeste de Phoenix, pueden verse algunas de las ruinas de las ciudades perdidas de los anasazi, un pueblo que hace 900 años levantaba edificios de piedra y cemento de seis plantas y hasta 65 habitaciones, en un asentamiento con decenas de miles de personas, viable gracias a avanzados sistemas de regadío.
Más al sur, cerca del enorme aeropuerto internacional, se pueden ver los restos del pueblo hokoham, que alcanzó los 40.000 habitantes, alimentados con cereales cultivados en el desierto gracias a una red de canales artificiales.
Tras un crecimiento demográfico vertiginoso, ambas sociedades desaparecieron repentinamente entre los siglos XII y XIV. Todo indica que el colapso se de- bió a grandes sequías que duraban hasta cien años –quizás con algún diluvio catastrófico...–. “El cambio de entorno medioambiental –concretamente, las sequías de larga duración– propinó un golpe definitivo a estas sociedades”, dice el meteorólogo Mike Crimmins en una entrevista mantenida el mes pasado en la universidad de Arizona, en Tucson.
Y ahora nos situamos en Phoenix, ya en el siglo XXI, que vive inmersa en la segunda década de una gran sequía que viene afectando al árido Oeste de EE.UU. desde los años noventa.
Y todo esto ocurre mientras las urbanizaciones con chalets de grandes jardines con césped y piscinas, así como hoteles Marriott y Holiday Inn, restaurantes Wendy’s y Fridays y campos de golf verdes recién regados se extienden hacia un horizonte de montañas de colores fluorescentes. Con cuatro millones de habitantes, Phoenix –junto a la otra metrópoli en el desierto, Las Vegas– es la ciudad que más ha crecido del mundo desarrollado en las últimas décadas: 115.000 personas se sumaban a la población cada año durante la década de las burbujas de 1995-2007. Los nuevos pobladores llegaban desde el Medio Oeste y el Norte, muchos de ellos jubilados, en busca de un lugar bajo el sol. También llegaban desde México y Centroamérica, aunque su destino simplemente fuera regar el césped de los jubilados del norte ya establecidos. “El modelo era crecer, atraer a más gente, construir más casas y así ampliar la base tributaria”, dice Mike Crimmins. Todo esto fue bien. Hasta el pinchazo de la burbuja inmobiliaria en el 2007. Ahora es fácil ver en las afueras ba- rrios fantasma urbanizados, sin construcciones, con letreros de calles, y señales de tráfico tomados por la maleza del desértica y la artemisa.
Pero ahora el ciclo cambia y vuelve la construcción. A 20 o 30 km del anodino centro de Phoenix rico, renacen los proyectos inmobiliarios ideados antes del crac: Superstition Vistas, a una hora en coche desde el centro y
cuyos promotores pretendían antes de la crisis atraer a un millón de habitantes en las próximas décadas: las 1.550 viviendas de lujo en Mesa Proving Ground, cerca del aeropuerto y de las ruinas de los hokoham; o las 6.900 viviendas proyectadas al sur, en Sierra Vista, cerca de Tucson, que amenazan con dejar sin agua al río San Pedro.
No hay muchos obstáculos re- gulatorios para activar la nueva expansión. La legislación permite que un promotor inmobiliario demande a las autoridades si una norma urbanística o una zona verde perjudica el valor de una promoción. “No hay controles sobre el mercado ni fronteras al crecimiento urbano”, advierte Michael White, del Centro de Decisiones de una Ciudad en el Desierto de la Universidad de Arizo- na. “Van a dejar que la industria inmobiliaria decida”, explica.
El ladrillo es barato en Phoenix –mucho más que en California– y el agua también. Vale menos de la mitad que en los verdes valles de Seattle. En los distritos opulentos de chalets como Scottsdale se consume una media de 855 litros de agua por persona al día, frente a una media en Phoenix de 340. La mayor parte de es- te agua se consume en el riego de césped y de árboles no autóctonos y plantas sedientas urbanización tras urbanización en una expansión urbana en pleno desierto. Aunque el ayuntamiento ha adoptado medidas para mejorar la eficacia de la gestión de agua y elevar la densidad urbana de nuevas construcciones, muchos son muy reacios a cambiar de modelo. “Cuando les hablas de un entorno más urbano reaccionan con rabia”, dice Stacey Champion, activista medioambiental.
Pero hasta en Scottsdale se reconoce que hay un problema. Un nuevo siglo de cambio climático y sequía crónica en el Oeste puede resultar tan desastroso para Phoenix como lo fue para los anasazi y los hokoham. Según el informe federal de evaluación del clima, publicado hace unos días, las temperaturas en el Oeste subirán más de cinco grados este siglo y el caudal del río Colorado, principal fuente de abastecimiento urbano del Oeste, caerá el 15%.
Por si esto fuera poco, aunque no existiera el cambio climático, Arizona tendría grandes problemas. Según los expertos de la Universidad de Arizona, conocedores del estudio de los anillos de árboles milenarios –muchos de ellos usados para las vigas de los edificios de los anasazi–, las megasequías eran muy frecuentes en el pasado. El siglo XX ha sido uno de los tres con mayor pluviometría en los últimos 13 siglos. Un regreso a la media histórica, agravada por el cambio climático, resultará catastrófico para el modelo de crecimiento de Phoenix o Las Vegas. Y, tras casi dos décadas de sequía en el Oeste, desaparece la nieve de las sierras al norte; y los grandes pantanos de Lake Mead y Lake Powell en el río Colorado vuelven a acercarse a los mínimos del 2010.
No es de extrañar que Phoenix –cuyas emisiones de gases invernadero crecen tres veces más que la media en EE.UU.–, con las temperaturas veraniegas más altas del hemisferio norte, sea vista como la más apocalíptica de las ciudades del Oeste, una “ciudad de fuego..., la urbe menos sostenible del mundo”, según el libro
Bird on fire, de Andrew Ross. “Acabará como Jericó. Sólo quedarán reliquias resecadas de campos de golf y piscinas vacías y polvorientas”, dice con humor la escritora Rebecca Solnit.
Pero hay otra forma de ver Phoenix. Tras el colapso de su modelo de ladrillo y agua barata, la ciudad se está viendo forzada a tomarse muy en serio el cambio climático, pese a los negacionistas republicanos instalados en el gobierno del estado de Arizona.
“El atractivo de Phoenix ha sido que es barato y esto pronto va a cambiar”, dice John Soba, del Instituto Global de Sostenibilidad en Phoenix. Si no se sube el precio del agua, el problema se manifestará mediante incrementos del coste de los alimentos, ya que cuando hay escasez de agua los primeros usuarios que deben cortar su consumo son los agricultores. “Hace falta una crisis para que hagamos algo”, dice Hallie Eakin, de la misma universidad. “Si seguimos igual tendremos que hacer ajustes enormes más adelante”. El primer ajuste que hay que hacer es aprender del pasado. No sólo de los anasazi, cuyos bloques de piedra ce-
Los incendios forestales arrasan en California y pronto llegarán a Arizona Según los estudios de árboles, el siglo XX fue excepcional por la elevada pluviometría
mento eran un buen ejemplo de edificios de elevada densidad, sino también de los españoles. “Si vas al antiguo barrio de Tucson, verás casas bajas con paredes gruesas de adobe, color claro o blanco; no es casual; son los colores y las materias que menos absorben el calor”, dice Crimmins. Pero Phoenix es una ciudad basada en el imaginario anglo. “Las urbanizaciones nuevas son de viviendas de ensamblaje fácil; de madera y alambre; se calientan como una tienda de campaña”, dice Crimmins. Las temperaturas superiores a 40 grados ya son habituales en el verano en Phoenix. Conduciendo por la interstate 10, desde Tucson a Phoenix en el Corredor del Sol, el coche empieza a tambalearse arrastrado por los primeros vendavales, del desierto, y la radio emite los primeros avisos de incendio. “Hace dos años tuvimos el incendio más grande de la historia; y llevamos tres inviernos de sequía”, dice Crimmins. “Así que con los primeros vientos de primavera llega la temporada de fuego”, dice.