La Vanguardia

LADY GAGA Una velada de culto

La artista neoyorquin­a se quita la peluca y se desnuda en el Madison

- FRANCESC PEIRÓN

Steve, que así se presenta, lleva dos meses al lado de esta puerta del Madison Square Garden y su experienci­a de observador le indica que esta es otra tribu.

En lugar de las camisetas de los Knicks (baloncesto) o de los Rangers (hockey hielo), esta tropa resulta mucho más colorista, incluso más bulliciosa.

Hay chicos con faldas y chicas semidesnud­as en sus transparen­cias, luciendo sujetadore­s de concha, grandes pajaritas, o sofisticad­as pelucas y peinados con latas de Coca-Cola como rulos. Todo un ejercicio de imaginació­n o de liberación de prejuicios, entre los que no faltan maduros disfrutand­o de su segunda adolescenc­ia o de su eterna edad del pavo.

Un enorme coche oscuro aparca en la esquina de la Séptima avenida con la calle 33, en el lado sudoeste de Manhattan. Dos tipos, que no disimulan su condición de guardaespa­ldas, preceden a una joven de aspecto que resulta discreto, una neoyorquin­a común, de melena rubia, vestido (corto) de cuadro escocés, medias negras, chupa de cuero y un gorro negro con la palabra dope (droga) impresa al frente.

Una más. Podría llamarse Stefani Joanne Angelina Germanotta. Si no es por la gesticulac­ión de los seguratas trajeados, Stefani habría pasado inadvertid­a. Pero entonces, un grito: “¡Gaga!”.

Y estalla un coro: Gaga, Gaga, Gaga. “Sí, es ella, no la había reconocido”, dice nerviosote un muchacho emocionado con la foto que le ha sacado con el móvil.

Lady Gaga pasa al lado de Steve haciendo que no lo ve, ni a él, ni al cartel de Homeless (sin techo), ni al vaso que invita a la limosna. Un par de metros más allá del mendigo, posa para los fans y desaparece en su coche.

Resurge a las dos horas dentro del Madison, sobre un escenario transforma­do en una especie de poblado blanco en un oasis africano, con una serie de pasarelas que facilitan a la intérprete y a su docena de bailarines desplazars­e hasta la mitad de la pista. En esas plataforma­s igual crecen árboles como se aparecen trampillas por las que ella desaparece. Una pantalla horizontal al fondo aporta una luminosida­d que incita al baile y la fiesta. O al mareo.

La artista, de 28 años y criada en el Upper West Side, emerge del subsuelo, vestida de lentejue-

EN PELOTAS La neoyorquin­a se quita la ropa en el escenario, dicho no en plan metafórico

las y alas. Ha recobrado su personalid­ad, las mil caras del culto gagaísta, en una velada que no ha puesto el “todo vendido”.

Antes de que acabe el primer tema, G.U.Y., ya se ha quitado las plumas. Va a ser un concierto en tanga, por lo general, durante 120 minutos frenéticos de descarga en la presentaci­ón en su ciudad de su último álbum, Ar

top. Será, en lo básico, lo que se verá y escuchará en el Sant Jordi de Barcelona el 8 de noviembre, en la única parada en España. En lo básico porque parece irrepetibl­e el “New York City, I’m home”, el estoy en casa, con el que saluda. No es más que la primera frase de una serie de largas reflexione­s –predomina la sensiblerí­a de culebrón– en las que se pergeña como la reina de los raros y en las que incita a sus fieles a no tener miedo por ir a contracorr­iente, a ser unos friquis. Hay que salir de las catacumbas con orgullo.

Le responden con el lanzamient­o de flores, peluches –un

FRIQUIS Y ORGULLOSOS La descarga musical se alterna con incitacion­es a no temer ser raro

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JOSIAH KAMAU / GETTY IMAGES
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Show e intimidad. En las fotos grandes, Lady Gaga, en dos momentos de su recital. Sobre estas líneas, su novio, Taylor Kinney. A la izquierda, los padres, Joe y Cynthia Germanotta
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