LADY GAGA Una velada de culto
La artista neoyorquina se quita la peluca y se desnuda en el Madison
Steve, que así se presenta, lleva dos meses al lado de esta puerta del Madison Square Garden y su experiencia de observador le indica que esta es otra tribu.
En lugar de las camisetas de los Knicks (baloncesto) o de los Rangers (hockey hielo), esta tropa resulta mucho más colorista, incluso más bulliciosa.
Hay chicos con faldas y chicas semidesnudas en sus transparencias, luciendo sujetadores de concha, grandes pajaritas, o sofisticadas pelucas y peinados con latas de Coca-Cola como rulos. Todo un ejercicio de imaginación o de liberación de prejuicios, entre los que no faltan maduros disfrutando de su segunda adolescencia o de su eterna edad del pavo.
Un enorme coche oscuro aparca en la esquina de la Séptima avenida con la calle 33, en el lado sudoeste de Manhattan. Dos tipos, que no disimulan su condición de guardaespaldas, preceden a una joven de aspecto que resulta discreto, una neoyorquina común, de melena rubia, vestido (corto) de cuadro escocés, medias negras, chupa de cuero y un gorro negro con la palabra dope (droga) impresa al frente.
Una más. Podría llamarse Stefani Joanne Angelina Germanotta. Si no es por la gesticulación de los seguratas trajeados, Stefani habría pasado inadvertida. Pero entonces, un grito: “¡Gaga!”.
Y estalla un coro: Gaga, Gaga, Gaga. “Sí, es ella, no la había reconocido”, dice nerviosote un muchacho emocionado con la foto que le ha sacado con el móvil.
Lady Gaga pasa al lado de Steve haciendo que no lo ve, ni a él, ni al cartel de Homeless (sin techo), ni al vaso que invita a la limosna. Un par de metros más allá del mendigo, posa para los fans y desaparece en su coche.
Resurge a las dos horas dentro del Madison, sobre un escenario transformado en una especie de poblado blanco en un oasis africano, con una serie de pasarelas que facilitan a la intérprete y a su docena de bailarines desplazarse hasta la mitad de la pista. En esas plataformas igual crecen árboles como se aparecen trampillas por las que ella desaparece. Una pantalla horizontal al fondo aporta una luminosidad que incita al baile y la fiesta. O al mareo.
La artista, de 28 años y criada en el Upper West Side, emerge del subsuelo, vestida de lentejue-
EN PELOTAS La neoyorquina se quita la ropa en el escenario, dicho no en plan metafórico
las y alas. Ha recobrado su personalidad, las mil caras del culto gagaísta, en una velada que no ha puesto el “todo vendido”.
Antes de que acabe el primer tema, G.U.Y., ya se ha quitado las plumas. Va a ser un concierto en tanga, por lo general, durante 120 minutos frenéticos de descarga en la presentación en su ciudad de su último álbum, Ar
top. Será, en lo básico, lo que se verá y escuchará en el Sant Jordi de Barcelona el 8 de noviembre, en la única parada en España. En lo básico porque parece irrepetible el “New York City, I’m home”, el estoy en casa, con el que saluda. No es más que la primera frase de una serie de largas reflexiones –predomina la sensiblería de culebrón– en las que se pergeña como la reina de los raros y en las que incita a sus fieles a no tener miedo por ir a contracorriente, a ser unos friquis. Hay que salir de las catacumbas con orgullo.
Le responden con el lanzamiento de flores, peluches –un
FRIQUIS Y ORGULLOSOS La descarga musical se alterna con incitaciones a no temer ser raro