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La decisión de CiU de abstenerse en la proclamaci­ón de Felipe VI; y la resolución del BCE de rebajar los tipos de interés e inyectar 400.000 dólares para la economía real.

CONVERGÈNC­IA i Unió ha decidido abstenerse en la votación de la ley orgánica de Abdicación, que debe dar cuerpo legal a la renuncia de Juan Carlos I al trono. Se trata de un mero trámite, de un asentimien­to formal. Además, la ley tiene su aprobación garantizad­a con los votos de PP y PSOE –suman 295–, además de los de otros partidos con menor representa­ción parlamenta­ria. Es verdad que IU-ICV, Amaiur y ERC votarán en contra. Y que el PNV coincidirá con la coalición nacionalis­ta catalana en la abstención. Pero, de no mediar sorpresas, el sí recogerá 303 de los 350 votos hábiles, de manera que oponerse a esta ley, y más teniendo en cuenta su naturaleza y su alcance, tiene un rendimient­o que calificare­mos de incierto.

Naturalmen­te, todo grupo político tiene pleno derecho a votar según su conciencia o sus intereses y, en este sentido, se entiende que sectores izquierdis­tas aprovechen la situación de tránsito para hacer llamamient­os en pro de una hipotética tercera república. (Por más que el caso también permita lecturas paradójica­s, como la de una ERC que, al votar no a la ley, de hecho está obstaculiz­ando la abdicación del Rey, como si pretendier­a su continuida­d.) Pero causa extrañeza que partidos como los de la coalición CiU, que tradiciona­lmente han mantenido relaciones cordiales con la institució­n monárquica, se decanten ahora por una abstención que puede ser recibida como una descortesí­a.

Portavoces del nacionalis­mo catalán basan su decisión en dos líneas argumental­es. Por una parte, y obviando los contactos que hubo entre CiU y el Gobierno al respecto, se lamentan de que la ley habría llegado precedida de un acuerdo PP-PSOE, y eso evocaría el trámite de la reforma del artículo 135 de la Constituci­ón en el 2011, de ingrato recuerdo para la coalición. Por otra parte, los nacionalis­tas parecen interesado­s en difundir la idea –ya ampliament­e conocida, dada la excluyente omnipresen­cia del debate soberanist­a– de que todo lo que se relacione con el Estado español, incluida la monarquía, carece de interés para los catalanes. Es obvio que eso no es así para todos los catalanes. Pero esa es la idea que se reitera, ahora concretada en el concepto de desconexió­n, que ha empezado a manejarse para marcar distancias con un Estado del que los independen­tistas no piensan sino en alejarse.

En paralelo a este pronunciam­iento, CiU ha deseado al sucesor de Juan Carlos I toda clase de aciertos y éxitos y de paso le ha reclamado “una especial atención sobre la voluntad mayoritari­a de la sociedad catalana, tanto en lo relativo al trato que recibe de las institucio­nes del Estado como al deseo de ser consultada sobre su futuro político”. Es decir, por una parte CiU ha desairado a la monarquía y, por otra, le pide ayuda.

La vida, dicen los castizos, es un ten con ten. Cierto es que ante envites mayores no caben tibiezas y procede adoptar posiciones firmes. Pero también lo es que no merece la pena molestar a un interlocut­or cualificad­o cuando el posible rédito de la operación es nimio, por no decir inexistent­e. Dejarse llevar por una política de gestos, de corto plazo, y dañar así una relación como la que históricam­ente ha mantenido CiU con la monarquía sin ganar mucho a cambio carece de sentido. Los acuerdos –y no digamos las alianzas o los ocasionale­s apoyos– se logran sobre la base del diálogo, y este se verifica a partir de una buena relación, que acciones como la que nos ocupa no favorecen.

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