Felipe VI, Zapatero o Aznar
La abdicación de Juan Carlos I en su hijo Felipe el pasado lunes 2 de junio ha abierto la puerta a que algunos republicanos propongan que en vez de seguirse lo preceptuado en la Constitución respecto a la sustitución en la jefatura del Estado, se lleve a cabo un referéndum en el que se daría la opción a elegir entre monarquía o república.
La idea de que con ello se reforzaría la democracia puede parecer atractiva a, sobre todo, algunos jóvenes que se han dejado atraer por la idea de que la Constitución no debe limitarles su derecho a votar pues ellos no la votaron.
En un Estado de derecho las cosas no van por ahí, pero no voy a entrar en la discusión sobre la legitimidad de la Constitución española que, por otra parte, me parece fuera de toda duda por mucho que se elaboró en unos momentos de compleja transición.
Mi argumento es que a todos nos conviene seguir con la fórmula monárquica actual por la sencilla razón de que los eventuales candidatos alternativos al príncipe Felipe, para ocupar la jefatura de una eventual república, no son mejores que el actual príncipe de Asturias para cumplir con las misiones que el jefe del Estado tiene encomendadas en nuestro contexto constitucional, en el que el jefe del Estado ejerce la más alta representación institucional pero no gobierna.
Varios países europeos que se sitúan entre los más democráticos y adelantados del mundo tienen monarquías, por lo que no puede decirse que la figura monárquica esté fuera de nuestro tiempo como dicen algunos de sus detractores.
Sin entrar en esta discusión sobre la bondad de la monarquía o la república, me gustaría hacer una reflexión individualizada sobre las tres personas que a mi entender están más cerca de la jefa- tura del Estado en un contexto de monarquía constitucional o de república.
Yo tuve la oportunidad de dar unas lecciones sobre Europa al príncipe Felipe cuando este estuvo en Bruselas familiarizándose con los mecanismos de la Unión Europea en su etapa estudiantil avanzada. Su grado de asimilación de los temas y su deseo de aprender se me antojaron como
Los candidatos a presidir una república no son mejores que el príncipe de Asturias como jefes del Estado
fuera de cualquier duda. Preparaba los dossiers con esmero y entonces no tenía a su entorno ninguna corte de ayudantes como pueda tener ahora.
Por otra parte, tenía ya por entonces un saber hacer diplomático manifiesto y un conocimiento de idiomas muy por encima de la media española.
En una eventual república los dos candidatos que hoy por hoy tendrían más posibilidades de alcanzar la jefatura del Estado serían los dos expresidentes del gobierno de los dos partidos políticos con mayor representación parlamentaria: José Maria Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero.
Lejos de mi intención es hacer una valoración personal de ambas personas, que cumplieron su ciclo político con la efectividad que todos recordamos.
Dicho esto, debe quedar claro que un jefe del Estado en un régimen constitucional como el nuestro no debe resolver los problemas de política interna o de relaciones internacionales, pues para esto está el Gobierno de la nación, sino ser capaz de crear una imagen internacional y un marco de diálogo interno y buena armonía que esté por encima de los deseos electorales de los partidos políticos.
Esto es lo que ha venido haciendo Juan Carlos I en España y en el extranjero desde su coronación –con todos los problemas que conocemos– y para hacer esto es para lo que el príncipe Felipe ha recibido su amplia formación académica y profesional.
Hablar bien idiomas para abrir puertas internacionales o jugar a la neutralidad en los enfrentamientos internos entre partidos no es algo que se aprenda de la noche a la mañana.
Es lógico que en un país democrático como el nuestro se alcen algunas voces favorables a establecer una república como alternativa a nuestra monarquía actual, pero pensemos en el día después de la proclamación de la república en que deberíamos elegir a un presidente de la república capaz de garantizar estabilidad, neutralidad partidista y eficacia cara a las relaciones internacionales.
Me parece evidente, por todo ello, que Felipe VI es nuestro mejor candidato a la jefatura del Estado, y ello tanto por esta realidad personal que he expuesto como porque con él nos ahorramos el disgusto a que podría conducirnos el no disponer de un candidato aceptado por todos los partidos para asumir el primer puesto en el protocolo del Estado.