Gobernar a caballo
Pilar Rahola critica con dureza la manera con la que España afronta las peticiones soberanistas de Catalunya: “La obsesión de la España más oscura y menos democrática, junto con el silencio de la otra España, que nunca está por la labor de salvar idiomas que no sean el castizo, nos dan un retrato funesto de la democracia actual. Puede que España haya entrado en el siglo XXI, pero mantiene intacto su gusto por gobernar subida al caballo”.
En 1930 Ortega y Gasset terminaba uno de sus más contundentes artículos, “El error Berenguer”, publicado en El Sol el 15 de noviembre de 1930, con una frase que habría de pasar a la historia: “Delenda est monarchia”, o lo que es lo mismo, hay que acabar con la monarquía. Por entonces cualquier lector de prensa medianamente culto sabía que don José Ortega variaba la cita de Catón el Viejo, atribuida a veces a Escipión Emiliano, con la que aquel concluía todos sus discursos: “Delenda est Cartago” (hay que destruir Cartago) o “Ceterum censeo Carthaginem esse delendam” ( ciertamente pienso que Cartago debe ser destruida). Su machaconería habría de hacer mella entre los ciudadanos romanos, contribuyendo así, también de palabra, a la obra de la futura destrucción de Cartago, aunque él no pudiera llegar a contemplarla.
Ortega, primer filósofo de España y quinto de Alemania, según le habrían de proclamar con gracia en La Codorniz, sabía hasta qué punto la referencia catoniana encontraría el eco adecuado, como así fue. La Segunda República, con el apoyo prácticamente unánime de todos los intelectuales, tardó en instaurarse apenas unos meses. El artículo de Ortega pedía asimismo la reconstrucción del Estado y a esa reconstrucción llamaba a todos sus conciudadanos: “¡Españoles: vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est monarchia”. En tamaño final el filósofo aunaba la cita latina clásica con otra más popular: la de la proclama del alcalde de Móstoles: “Españoles, la patria está en peligro. Acudid a salvarla” con la que, según tradición, se inició el levantamiento del 2 de mayo contra los franceses. Así a lo largo de su escrito no sólo aludía al error del nombramiento por parte de Alfonso XIII, tras la dictadura de Primo de Rivera, del general Berenguer y al hecho de que este se hubiera rodeado de personajes caciquistas y rancios, sino a la necesidad urgente de un profundo cambio. El cambio que mejorara las condiciones de vida de los españoles y afianzara las ilusiones progresistas de los intelectuales, según Ortega, sólo podía hacerlo factible la República.
Alfonso XIII contaba con escasos apoyos, incluso entre los propios monárquicos. Algunos, como Miguel Maura o Sánchez Guerra, se pasaron a las filas republicanas con el escándalo subsiguiente. Y como en aquella época los políticos, mucho más cultos e ingeniosos que los que nos han tocado en suerte, tenían tendencia a utilizar citas, la de Sánchez Guerra: “No más servir a señor que en gusano se convierte”, corrió de boca en boca. Para llamar “gusano” al monarca se necesitaba una perspicacia sutil que sólo un guiño a san Francisco de Borja, que renunció al mundo porque, tras la muerte de la bellísi- ma Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, decidió “dejar de servir a señor que en gusano se convierte”, podía disimular lo que muchos consideraron un insulto. Por otra parte, la simpatía borbónica del rey Alfonso XIII, de la que dan cuenta numerosas anécdotas, no bastaba para aglutinar hacia su persona el afecto popular.
Con la renuncia de Alfonso XIII, la petición de Ortega estaba satisfecha. Pero los tiempos cambian y de vivir ahora no creo que el filósofo acabara ningún artículo con el deseo, a ser posible contagioso, de la derrota de la monarquía. Todo lo contrario. No sólo porque el Rey, don Juan Carlos, en las antípodas de su abuelo, actuó de manera muy distinta con los golpistas del 23-F y la noche de aquel día se ganó la corona, sino porque la monarquía, hoy por hoy, aunque pase por momentos bajos, es la institución española más respetada en el extranjero y la de mayor prestigio fuera de las fronteras del estado. Dentro, hasta el 2011, había sacado buena nota, por encima del aprobado según las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que desde 1994 se ocupa de preguntar sobre el grado de confianza ciudadana en las instituciones. El revulsivo ocasionado por la crisis económica y moral que ha afectado incluso a los cimientos del Estado hasta incrementar el deseo secesionista de corrimientos de tierra, los flacos servicios de Urdangarin y otros comportamientos no ejemplares han pesado sin duda en la baja calificación. Pero una cosa es que la calificación no sea excelente y otra muy distinta el disparate de considerar que la monarquía parlamentaria es antidemocrática, como postulan algunos indocumentados. Oponer monarquía a república en los tiempos que corren es anticuado y está obsoleto. Decir que los españoles con la monarquía somos súbditos y con la república ciudadanos es un dislate morrocotudo. En la monarquía parlamentaria las atribuciones del jefe del Estado son prácticamente las mismas que las de un presidente de la república y se da el caso, además, de que el Rey, hasta hace cuatro días, príncipe Felipe, ha recibido una preparación extraordinaria como ninguna otra persona para estar al frente de la Jefatura del Estado y eso le permite estar en cada momento a la altura de las circunstancias. Además tal preparación la hemos pagado entre todos y resultaría absurdo que hoy por hoy quisiéramos desaprovecharla.
Aceptar de buen grado a don Felipe y a doña Letizia y desearles los mayores éxitos en la difícil tarea que acaban de emprender me parece lo mejor, lo más conveniente y sensato por el bien de todos. De Ortega hago mía sólo la primera parte de su propuesta, la de la reconstrucción del Estado. Reconstrucción y renovación que buena falta nos hacen.