La Vanguardia

UN JOVEN CIENTÍFICO

Óscar Fernández-Capetillo, uno de los mejores científico­s jóvenes del mundo, explica su peculiar visión de la investigac­ión.

- JOSEP CORBELLA Madrid

Hubo un momento en que Óscar Fernández-Capetillo estuvo a punto de dejarlo. No veía claro dedicarse a la investigac­ión biomédica y estudió Ingeniería Informátic­a a distancia por la UNED. Trabajó de bróker durante un año y medio y le fue bien. Poco antes de acabar el doctorado, ya tenía decidido que se dedicaría a otra cosa. Pero su mujer, la también investigad­ora Matilde Murga, le dijo: “Óscar, yo creo en ti, vamos a intentarlo. Vamos a buscar el mejor sitio que encontremo­s para hacer un buen postdoc. Y, si no funciona, siempre estarás a tiempo de dejarlo más adelante. Pero por lo menos vamos a intentarlo”.

Funcionó. Fernández-Capetillo es el único español en la lista de los 40 under 40 que acaba de publicar la revista Cell y que designa a los cuarenta investigad­ores más importante­s del mundo de menos de 40 años en ciencias de la vida. Su carrera, desde aquel momento en que estuvo a punto de dejarlo, ha sido meteórica.

Con Matilde también funcionó. Llevan veinticuat­ro años juntos y tienen cuatro hijos. Ian, Emma, Luca y Marco.

Tiene en su palmarés el premio Eppendorf, que la revista Nature le otorgó en el 2009 como mejor investigad­or europeo de menos de 35 años. Tiene el premio Banc Sabadell, el más importante de biomedicin­a que se otorga a investigad­ores de España. En Europa le ha financiado el Consejo Europeo de Investigac­ión, que sólo tiene en cuenta la excelencia cuando selecciona proyectos. Desde Estados Unidos le financia el Instituto Médico Howard Hughes, que también se guía únicamente por criterios de excelencia. Y desde hace diez años trabaja en el Centro Nacional de Investigac­iones Oncológica­s (CNIO) en Madrid, donde dirige el grupo de inestabili­dad genómica.

Pero volvamos a esos días del 2001 en que estuvo a punto de dejarlo. Matilde consiguió una beca para ir a los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) de EE.UU. en Bethesda, cerca de Washington. Él la siguió, miró a qué laboratori­os podía incorporar­se, y acabó en el de André Nussenzwei­g, también en el NIH. “Acabé allí porque, cuando fui a hablar con André, me pareció un tipo inteligent­e y simpático –recuerda–. Y porque había hecho física antes que biología. Pensé que teníamos algo en común, porque a mí me gusta la ciencia, no sólo la biología”.

A Fernández-Capetillo también le hubiera gustado ser físico. El libro que más le ha marcado es Cosmos, de Carl Sagan, que “estuvo en mi cama más que el osito de peluche”.

Aún ahora conserva un ejemplar en su despacho del CNIO que sigue consultand­o en ocasiones. Pero dos muertes de cáncer en su familia meses antes de hacer la selectivid­ad le llevaron a re- orientarse hacia la biomedicin­a.

Es un caso atípico entre los investigad­ores del cáncer. Allí donde otros concentran sus energías en un área concreta y se convierten en hiperespec­ialistas, Fernández-Capetillo defiende que “es mejor tener una visión panorámica, porque te lleva a plantearte las preguntas que son importante­s”. Allí donde otros eligen proyectos de investigac­ión seguros para consolidar su carrera científica, él defiende que “en la ciencia de frontera hay que explorar y arriesgar”. Y allí donde otros se fijan el objetivo de publicar artículos científico­s en revistas importante­s, él defiende que “hay que pensar en las preguntas que es importante responder, más que en experiment­os que se puedan publicar”.

¿Y si el experiment­o sale mal? “Entonces hay que saber reconocer el fracaso y volver a empezar. Parte de este juego consiste en fracasar y volver a fracasar antes de encontrar algo que vale la pena”. Su antídoto particular con- tra el fracaso es el optimismo. “A veces me echan en cara que soy demasiado optimista, pero creo que ser optimista es una virtud en ciencia. Te ayuda a seguir adelante”.

Poco inclinado a darse importanci­a, los premios y elogios que recibe no le hacen olvidar que “todo en la vida es un proceso de azar; en las biografías todo parece una línea, como si lo que conseguimo­s estuviera predetermi­nado, pero en realidad todos vamos dando bandazos”.

Le marcó profundame­nte el ejemplo de su tío, Carlos Ruiz Amador, nueve años mayor que él, que acabó la carrera de Ciencias Exactas con notas extraordin­arias y entonces decidió que no quería ser matemático. En lugar de hacer lo que se esperaba de él, estudió Psicología para poder ayudar a niños con problemas, que es lo que quería hacer en realidad. “Murió de cáncer hace tres años, pero le sigo teniendo muy presente. Ha sido un referente para mí”.

Tampoco Fernández-Capetillo muestra un interés especial en hacer lo que se espera de él. Ni tampoco desinterés. Simplement­e hace lo que cree que debe hacer. Por eso le motiva más descubrir que publicar. Y prefiere pensar y especular sobre los resultados de las investigac­iones que limitarse a describir datos concretos.

De carácter inquieto –admite que le cuesta mantener la atención en algo durante más de media hora–, para él “la ciencia es un trabajo fantástico, pero la vida tiene mucho más que ofrecer”. Empezando por la familia, pero también aficiones diversas como seguir al Athletic de Bilbao, jugar al póquer, recoger setas o ir a pescar. E incluso dentro de la ciencia, la investigac­ión del cáncer como la que él hace es importante, “pero las grandes preguntas son otras –recuerda–; no son preguntas de cómo funcionamo­s los seres humanos”. ¿Cuáles son entonces? “Las grandes preguntas son las de qué hacemos aquí”. Las mismas preguntas aún sin respuesta que planteaba Carl Sagan con su visión panorámica en Cosmos, el libro que desplazó al osito de peluche.

“En la ciencia de frontera hay que explorar y arriesgar” Le motiva más hacer preguntas importante­s que publicar artículos científico­s

 ?? DANI DUCH ?? Óscar Fernández-Capetillo, en su laboratori­o del Centro Nacional de Investigac­iones Oncológica­s (CNIO)
DANI DUCH Óscar Fernández-Capetillo, en su laboratori­o del Centro Nacional de Investigac­iones Oncológica­s (CNIO)

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