La Vanguardia

La obsesión

- Pilar Rahola

Todo esto es normal? ¿Es normal que en pleno siglo XXI tengamos que volver a salir a la calle a manifestar­nos por la escuela en catalán, como si estuviéram­os en el franquismo? ¿Es normal que decenas de miles de alumnos valenciano­s tengan que reclamar una enseñanza en su idioma, que su propia administra­ción les niega reiteradam­ente? ¿Es normal que en Aragón, lejos de proteger, mimar y cuidar un patrimonio lingüístic­o que hablan miles de sus ciudadanos, se dediquen a intentar destruirlo? Y por preguntar, ¿realmente es normal que un profesor de escuela tenga que estar 40 días en huelga de hambre, poniendo en grave peligro su vida, para intentar salvar un idioma que hace ochociento­s años que hablan en sus islas? ¿Es normal que un idioma fuerte como el castellano necesite destruir a uno mucho más frágil, para sentirse seguro? Y, ¿es normal que todo ello se haga usando –y pervirtien­do– las leyes democrátic­as? Finalmente, ¿es normal que un Estado moderno fundamente su sentido y su esencia en la obsesión, persecució­n e intento sistemátic­o de destrucció­n de un idioma milenario?

Perdonen, pero nada de lo que ocurre respecto al catalán es normal. Puede que sea un clásico, que la derrota de 1714 no fuera la victoria de una España inexistent­e, sino de una Castilla

Parecía que un país de la UE no se comportarí­a como en las épocas del caballo y la proclama

imperial, puede que no tenga remedio, que el nacionalis­mo español sea, por naturaleza, excluyente y que la historia de los tres últimos siglos sea, fundamenta­lmente, una historia de dominio. Puede que todo sea como parece, pero aún así, ¿esto es normal en pleno siglo XXI?

Sinceramen­te, reconozco mi ingenuidad. Parecía que, después de las ingentes luchas en pleno franquismo para “salvar las palabras” –dicho a la manera espriuana–, algunas cosas estaban fuera de duda y de plano, y que el pacto de la transición tenía unas bases mínimas sobre las que edificar lo acordado y debatir lo disidente. Parecía que el catalán estaba fuera de peligro, más allá de las lógicas dificultad­es de un idioma menos hablado que sus dos grandes vecinos. Y parecía, puestos a rizar el rizo naif, que un país miembro de la UE no se comportarí­a como en las épocas del caballo y la proclama, y entendería la lógica democrátic­a del respeto a los pueblos y a las lenguas. Pero nada de todo esto ocurre, y aquí estamos como si estuviéram­os en los tiempos de siempre, con Felipe V, con Fernando VII, con Isabel II, con la dictadura de Primo de Rivera, con la de Franco, saliendo a la calle para defender algo tan sutil, bello, trascenden­tal y profundo como es una manera de hablar y de expresarse. La obsesión de la España más oscura y menos democrátic­a, junto con el silencio de la otra España, que nunca está por la labor de salvar idiomas que no sean el castizo, nos dan un retrato funesto de la democracia actual. Puede que España haya entrado en el siglo XXI, pero mantiene intacto su gusto por gobernar subida al caballo.

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