Poner la ansiedad a raya
Quién no ha tenido miedo alguna vez? A la muerte, a perder un ser amado, a enfermar, a sufrir, a quedarse sin trabajo, a ser criticado o rechazado, a fracasar, a hablar en público... Y los que somos padres o madres, ¿quién no ha tenido nunca miedo de que a sus hijos les pase algo? Es propio de humanos y no de cobardes el tener miedo. Incluso las personas más valientes tienen o han tenido miedo en alguna ocasión. Y el hecho de ser padres y traer un nuevo ser al mundo incrementa o agudiza en muchos casos nuestros miedos existenciales. Pero lo que marca realmente la diferencia no son tanto los tipos de miedos, sino su intensidad, sus efectos sobre la propia vida y la de los hijos y la capacidad de sobreponerse.
El miedo es una emoción natural, básica y universal, un mecanismo biológico innato que ha contribuido a nuestra supervivencia como especie. Hay miedos racionales y sensatos, y seguramente necesarios, que nos protegen de peligros reales. Pero también hay miedos irracionales y obsesivos que nos producen estados de pánico o de alerta constante. Los miedos que nos hacen ser cautos, o los que nos impulsan a autosuperarnos y activan en nosotros nuevos recursos y capacidades, podemos catalogarlos como saludables y positivos. Los que sentimos como una amenaza y nos debilitan o nos paralizan son miedos negativos que muy a menudo nos hacen malvivir.
El miedo guarda la viña, dice el refranero. Ciertamente, el miedo puede activar virtudes tan necesarias como la previsión, la precaución o la prudencia. Gracias al miedo, miramos si vienen coches antes de cruzar la calle y enseñamos a nuestros hijos a hacerlo. Sin embargo, ¿es el miedo el mejor guardián de la viña? ¿No la protege mejor aún el cariño que se le tiene a la viña? Dicho de otro modo, qué nos dibujará sensaciones más plácidas cuando crucemos la calle y circulemos por la vida: ¿el miedo a perderla o el deseo de conservarla en plenitud de condiciones? El matiz es sutil pero define dos maneras bastante diferentes de estar en el mundo y de ejercer la maternidad o la paternidad.
A mi entender, el poder del amor es mayor que el del miedo. Transmitir amor a la vida a los hijos me parece más atractivo y recomendable que meterles miedo. No soy partidaria de subestimar los peligros, tener coraje no es atreverse porque se
Enseñar a los hijos a ver la vida como un tesoro nos ayudará a que sean conscientes de la necesidad de andar con cuidado
desconocen o se desprecian los riesgos, sino calibrarlos y prepararse adecuadamente para enfrentarlos. Pero es preferible poner el acento en el disfrute de vivir. Enseñar a los hijos a ver la vida como un tesoro nos ayudará a que sean conscientes de la necesidad de andar con cuidado. Si dedicamos mucha energía a los miedos, lo más probable es que los alimentemos todavía más. Si en cambio nos centramos en lo que nos ilusiona, es más fácil que la paz interior crezca y el miedo disminuya.
Entre los poderes del miedo está el de atraer lo que tememos, el de bloquear el propio poder o potencial y el de impedirnos saborear a fondo la vida. Como padres y madres, el miedo es una de las peo- res aliadas para educar. Por miedo a equivocarse, muchos padres y madres actuales se inhiben y no actúan con la firmeza necesaria. Por miedo a frustrar a los hijos, se lo consienten todo. Por miedo a ser vistos como tiranos, acaban forjando la tiranía de los hijos. Por miedo a que la vida les hiera, les impiden salir a la vida. Por miedo a quedarse solos y de sentir el vacío, utilizan a los hijos como muletas y no les permiten alzar el vuelo.
Los hijos son y tienen que ser importantes en nuestras vidas, pero si son demasiado importantes –o lo único–, tenemos muchos números para que el miedo nos gobierne y nos empañe o nos anule el criterio. Los miedos excesivos nos conducen irremisiblemente a la sobreprotección, una forma malsana de amar que pretende darlo todo a los hijos y en realidad los deja sin lo más importante: la confianza en sí mismos y la aventura de vivir. Cuando es el miedo el que coge la batuta, los padres nos desvivimos por hacerles la vida fácil, los colocamos entre algodones, les evitamos cualquier sufrimiento o frustración, les resolvemos los conflictos, procuramos no contrariarles ni disgustarlos nunca. De este modo, creamos niños débiles, dependientes e inseguros. O bien caprichosos y prepotentes, con actitudes desafiantes y despóticas, que se creen que tienen todos los derechos y ningún deber y que el mundo entero tiene que estar a su servicio y rendirse a su paso.
El miedo es cobarde y a menudo se esconde, y a algunos padres y madres nos hace falta un proceso personal o terapéutico para reconocer y apaciguar miedos profundos –heredados o adquiridos–, que estamos transmitiendo a los hijos y que ejercen de obstáculo para un pleno desarrollo y para la tranquilidad de todos. No tenemos que preparar el camino para nuestros hijos, sino a nuestros hijos para el camino. Si ponemos el miedo a raya, entenderemos que no se trata de hacerles la vida fácil, sino de hacerlos aptos para la vida.