Velada melancolía
Parece increíble pero la figura huidiza de Walter Benjamin sigue sumando lectores y mantiene alerta la curiosidad de críticos y estudiosos que vuelven sobre su legado. Dos duchos investigadores norteamericanos docentes en Harvard, Howard Eiland y Michael Jennings, acaban de publicar una clarificadora biografía del pensador berlinés – Walter Benjamin. A Critical Life– que se alinea dignamente con las añejas tentativas de interpretación, del testimonio dolido de Scholem a las rigurosas reconstrucciones de Missac, Witte y Palmier. En tanto el Diccionario Walter Benjamin, de 2008, constituye la brújula precisa en la difícil orografía de los escritos, de los que contamos con una edición cabal de Obras completas traducidas. Estimulante. El proyecto de Harvard es ambicioso. La propuesta cubre dos objetivos: incrementar la información puntual sobre Benjamin –quedan pasajes todavía oscuros en su itinerario, como la expedición soviética, Diario de Moscú, el desdibujado final de las ilusiones académicas o la deriva cruel, entre la indigencia y la soledad, de la última década en París. Un incómodo nómada intelectual. Y comprender además, la mitificación sesgada de los trabajos de Benjamin, entre el milenarismo y la teología, siempre tentativos y quebrados por el vendaval de un tiempo inclemente.
En el perfil de Benjamin sorprende la triste mirada del vencido, pero su obra transmite el optimismo y la esperanza que solo los desesperanzados garantizan. Un incisivo pero inquietante transgresor cultural en una época sin certezas –las décadas rojas de entreguerras, en las que todavía era creíble la utopía. Una vida singular, al acecho de los brotes de un despertar emancipador que solo podía articular el radicalismo del pensamiento marginal y creativo. Un desafío imposible para quién vivía al azar de la precaria industria cultural y apenas recibía la comprensión indiferente de sus poderosos compañeros de viaje. Las patéticas relaciones con la llamada Escuela de Frankfurt, con el olímpico Adorno al frente, quizás expliquen algunos desencuentros dolorosos. Pero volvamos al libro.
Los escritos de Benjamin son elusivos. Participan, eso sí, de cierta intención fragmentaria articulados en un mosaico de citas y reflexiones. Comparten también la agudeza descreída del marxismo crítico, junto con un templado idealismo kantiano que debe más a Kafka que a la metafísica, incluso en aquellas incursiones de entonación mesiánica. Un escritor disolvente en el paisaje republicano de Weimar sarcásticamente retratado por Grosz. Pero Benjamin fue el admirador entregado de París. La tensa veracidad de su prosa da cuenta de la lectura de Proust y Verlaine, con Rimbaud y Baudelaire modelos en el trabajo de la escritura. París era la ciudad enigmática de los callejones y las sorpresas, de la absenta y el vodevil, la prostituta y el obrero que descubren en la calle su escuela de vida. Sin embargo, Benjamin ha sido el observador agudo del despliegue espectacular de la cultura norteamericana de la imagen, de la seriación sofisticada, el reportaje gráfico y el cine. Vivía fascinado por los rostros anónimos y crispados del individualismo roto, por las figuras en clave arrancadas a la simbología barroca del drama y el ro-
Benjamin tiene la triste mirada del vencido y transmite el optimismo de los desesperanzados
manticismo revolucionario. Las raíces torcidas de la historia de la cultura alemana embebida, ilusamente, en un helenismo de laboratorio. Aun así Benjamin se sitúa del lado de Hölderlin, de la poesía de la experiencia, del lúcido sentimiento de catástrofe que preludia el ocaso. Terrible percepción.
Certeros puntos de flexión centran el interés de los biógrafos norteamericanos. El sueño liberador de Weimar, 1920, cuando el escritor discute en Berlín las consecuencias del desencanto vanguardista soviético, con la asimilación creativa del experimentalismo a través de una pedagogía de la forma de nuevos ideales artísticos: futurismo, dadaísmo y surrealismo siempre. Vuelve a la prensa y la radio, la cultura popu- lar y la fantasía infantil, el juego y el cómic en electrizantes programas radiofónicos que todavía nos impresionan. Es difícil pensar en la inacabada Obra de los pasajes sin apreciar ese proceso de desentumecimiento cultural nacido del horror de Verdún: la obra propone una avanzadilla crítica que enraíza en el panfleto, en la poética radical de barricada y trinchera. Incluso los testimonios autobiográficos –Dirección única, Infancia en Berlín– se ensamblan en punzantes collages de compromiso documental y emotivo. Destaca ahora el Benjamin absoluto, el hábil artífice de una escritura diáfana de textura plástica y contenida tensión discursiva.
El momento del distanciamiento, de un “compulsivo acto de escritura” cuya densidad aventura la filosofía futura. Los autores describen el dilema que separa el dinámico idealismo de juventud del enérgico materialismo de madurez, la cegadora filosofía de la historia de Benjamin. Una vida de escritura que ve en el ensayo y la subversión las armas de un pensamiento redentor que recupera la “magia del lenguaje de los hombres”. La frágil humanidad del escritor enfermo, de mirada sorprendida y andar inseguro que emprende desesperanzado en 1940 la travesía de los Pirineos, debe verse hoy como un último gesto de resistencia callada a las puertas de Auschwitz, que culmina en Portbou. Aura llama Benjamin al soplo de verdad que emanan las cosas vivas. El testigo inasible de un mundo silenciado. Las sombras de una razón universal, sin dioses ni temores, que los hombres deben construir también en tiempo de barbarie.