La Vanguardia

La fábrica de las flechas

El trabajo intenso de Brackley, la sede de Mercedes, sin diseño ni historia, explica el éxito del bólido plateado

- TONI LÓPEZ JORDÀ

Mientras en Spielberg (Austria) Rosberg y Hamilton afilan sus fle

chas plateadas para la octava carrera del año, camino del primer título mundial de Mercedes en seis décadas, en un rincón de Northampto­nshire (Inglaterra) no descansan ni de noche ni de día. En cinco turnos, 760 empleados trabajan 24 horas al día, los siete días de la semana, para que los Mercedes no se duerman. Ese centro de febril actividad es Brackley, la sede de Mercedes AMG Petronas, a 112 km al noroeste de Londres y a sólo 14 del circuito de Silverston­e. Es la fábrica de las flechas, que visitó La Vanguar

dia antes del GP de Austria de este fin de semana.

En comparació­n con otras factorías de F-1, Brackley estaría en el término medio estético: ni tiene el deslumbran­te impacto ultratecno­lógico del sideral Woking (McLaren), ni el vetusto encanto de ladrillo rojo de Maranello (Ferrari). Brackley no compite por premios de arquitectu­ra. Combina una entrada de polígono industrial, con naves funcionale­s de chapado gris y cristalera­s, y un jardincito de aire feng shui que da sosiego con su riachuelo, su puentecito y el surtidor de agua.

En 60.000 m2, la sede de Mercedes desde el 2010 –nacida en 1999 como factoría de BAR, luego de Honda y después de Brawn– se estructura en seis edificios. Desde la recepción con su pequeño museo, hasta el oculto bloque del túnel de viento, la funcionali­dad y la discreción mandan, así como el secretismo des- proporcion­ado con el visitante. No permiten fotos, ni siquiera llevar el móvil. Es la F-1.

Por no enseñar, Mercedes no muestra ni su moderno simulador, ese elemento indispensa­ble para que los pilotos preparen las carreras, para que aprendan a entender el coche en condicione­s diversas (de temperatur­a, desgaste de los neumáticos, cargas de gasolina, diversos settings), y en situacione­s menos habituales. La unidad que muestran es el Simulador-1, el que usaban Button y Barrichell­o en Brawn en el 2009, una pieza de arqueologí­a, pero que permite hacerse una idea: consta de una sección del monocasco del bólido –la central, con el asiento, el volante y los pedales–, una cámara sobre la cúpula enfocando al volante y, delante, una pantalla semicircul­ar, de 180 grados, donde se reproduce el escenario virtualmen­te, la pista por donde circula.

Cada piloto dispone de 20 días al año de simulador por contrato (uno por carrera). Suelen estar dos horas por sesión. Rosberg, por ejemplo, “es muy estricto y concienzud­o”, explican. “Lo quiere todo igual que en carrera, los mismos asistentes, y que le hable sólo su ingeniero de carrera, Tony Ross, para conocer a la perfección los matices de su voz, si está satisfecho o entra en pánico”.

Tras pasar de largo del bloque de aerodinámi­ca y ladear el edificio de pintura, donde se da el singular color plateado a los chasis y las piezas de fibra de carbono –emplean 40 horas sólo para pin- tar un alerón; unas 200 para todo el coche–, la visita se adentra en el corazón de la sede, el Race Bay, o propiament­e, el taller. Es el lugar donde se manipulan los bólidos. Aquí trabajan un centenar de personas. En la parte principal de un edificio de planta rectangula­r se distinguen tres zonas de taller: en cada área, una encimera con sus armarios y cajones, y en el centro, la mesa de operacione­s con los coches desmontado­s hasta la mínima expresión.

Algunos operarios comen un bocadillo mientras trabajan en un ambiente distendido, muy alejado del aire quirúrgico y esterili- zado de Woking. Aquí domina la música de radio-fórmula, en un edificio sencillo de estética industrial, paredes blancas de cemento, techos de chapa y claraboyas de plástico translúcid­o, suelos de plástico negro (de aquellos con redondas para no resbalar) y luces cenitales de ojos de buey. La decoración, minimalist­a, se reduce a algún calendario o algún póster de Rosberg. A Hamilton no se le ve demasiado por las paredes de Brackley.

Delante de los talleres, detrás de unas cristalera­s, están los laboratori­os de hidráulico­s, y luego las salas de manipulaci­ón de las piezas de fibra de carbono. Al final de la nave, la zona de los autoclaves, los dos hornos (de 60ºC a 180ºC) que fabrican la fibra de carbono, y el taller de elementos metálicos, donde se produce la mayoría de piezas de aluminio. Es decir, Mercedes recurre a la autoproduc­ción: el 99% de los componente­s del coche los fabrican aquí. Hasta los tornillos. En el coche, el 20% son componente­s metálicos y el 80% fibra de carbono (que sólo pesa el 30% del total).

El paseo concluye con una visita al departamen­to Race Support o Programaci­ón de carreras: un Houston, o centro de control, desde donde se monitoriza todo lo que ocurre en el trazado en tiempo real, aunque con un pequeño desfase de 3 segundos. Aquí trabajan 24 ingenieros dando apoyo a distancia al equipo de carreras que está en el circuito, recolectan­do los datos de la carrera y calculando 300 simulacion­es (o posibles estrategia­s), con 10.000 variables por vuelta. Más cálculos que hoy volverán a hacer en el Red Bull Ring de Austria.

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