Pioneras del topless
Crónica sentimental de la revolución que vivieron las playas de una España en blanco y negro Una pareja que se diera un beso casto en la calle podía recibir una multa por escándalo público
Todos los hitos de la humanidad tienen su Ermessenda de Carcasona, su Leonor de Aquitania, su Agustina de Aragón. Mujeres que dan un paso al frente. A mediados de los 70 esas mujeres se desprendieron de la parte de arriba del bikini y protagonizaron un cataclismo en una España que aún tenía avenidas del Generalísimo. Parece que hayan pasado siglos, pero fue anteayer. Poca broma: en la época aún existía el delito de escándalo público, que no desapareció del Código Penal hasta 1988 y con el que la Guardia Civil se puso las botas.
Y eso no era nada en comparación con el decenio de los 60. Malos tiempos para la lírica. Flora, periodista, traductora y jubilada vitalista, recuerda que “si paseabas en bikini cerca del paseo marítimo de Palamós o si te atrevías a acercarte con un bañador de dos piezas hasta los chiringuitos, te arriesgabas a una multa”. Había multas para todo. A ella le pusieron una de 50 pesetas por darle un beso (“muy casto”) a un amigo en el Zoo. El país era muy diferente. Otra figura legal entonces vigente, la cencerrada, que castigaba a quienes perturbaban el orden público con motivo de una noche de bodas, ilustra muy bien de dónde venimos.
Este periódico ha sudado de lo lindo en playas del Maresme, del Barcelonès y del Garraf, en busca de las pioneras del topless. Algunas no tuvieron inconveniente en regresar al pasado. Otras, incluso, aceptaron posar para las fotos. Muchas, sin embargo...
–Disculpe que la moleste, señora. Veo que toma el sol en topless. Soy periodista. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
Cuando una señora, sola o con unas amigas, está tumbada boca abajo en la playa, desprevenida, acaso a punto de dar una cabezadita, y un desconocido la aborda, armado con un boli y una libreta, las palabras se rebelan, cobran vida propia y pueden sonar así:
–Disculpe que la moleste, señora. Soy un sátiro peligroso.
A la quinta mujer que respondió con un grito de terror (“¡aaahhh!”), a la vez que se incorporaba, se tapaba el pecho con la toalla y lanzaba una mirada asesina, el redactor comprendió que no iba a ser un encargo fácil.
Y entonces apareció la radio. Bendita radio.
Hace unos días los compañeros de RAC1 conectaron en directo con el redactor a propósito de una noticia de la que había sido testigo (la expulsión entre dos estaciones de un pasajero que subió a un tren sin billete). Fue una oportunidad ideal para colar una cuña al más puro estilo Umbral (“yo he venido aquí a hablar de mi libro”). Cuando ya le decían adiós, el invitado explicó lo que tenía entre manos y pidió en antena a las pioneras del topless que...
–¿Que nos llamen?– dijo Xavi Bundó, el director del programa, para abreviar la despedida y pasar de una vez a otro asunto.
–¡No, no, que me escriban!– replicó el periodista, que aún tuvo tiempo para dar atropelladamente su correo electrónico.
El vídeo nunca matará a la estrella de la radio, en contra de lo que cantaban The Buggles en 1979. Y la prensa escrita estará allí para repartir bendiciones y dejar constancia. Trece mensajes
en 48 horas, de mujeres de entre 52 y 74 años. También escribieron hijos y sobrinos de madres y tías que rompieron moldes. Muchos de estos hombres cuando eran casi unos críos de pecho, dicho sea sin segundas intenciones, las acompañaron a los míticos Baños Orientales, las piscinas de agua de mar que hubo en la Barceloneta. Isabel, de 48 años, y Carmen, de 53, recuerdan que siempre había mirones alrededor de la valla, a la busca de un resquicio o un agujero. En una zona de exclusivo acceso para mujeres y niños de corta edad, se hacía la vista gorda si las vedettes del Paral·lel y las adelantadas a su época se quedaban en topless. Uno de los espíritus libres de los Orientales fue Núria, que nació en 1933 y que ya ha fallecido. Su hijo, Jordi, explica que la Guardia Civil la multó en los años 50 por ponerse un bikini que se trajo de Francia.
Reme, Anna, Neus y Pepi no se conocen, pero cuentan una historia parecida. Dieron el paso a mediados de los 80, cuando tenían entre 18 y 23 años y otras como Núria ya les habían abierto el camino. Lo normal es que los padres se escandalizaran, pero curiosamente a ellas les costó más convencer a sus novios que a su familia. Ninguna de aquellas relaciones acabó en boda, y se entiende. “Esa las tiene más grandes”, le decía su chico a Pepi.
El topless sólo fue otra batalla de esta guerra. Antes hubo que luchar por el bikini. “Todos los que me compraba parecían demasiado pequeños en casa”, explica Conxa, de 67 años, que ha ido con su amiga Assumpta, de 71, y con su nieta Ainara, de 3, a la pla- ya del Bogatell. “Y, créame, eran bikinis prehistóricos, sin nada que ver con los de hoy”, suspira mientras señala a dos chicas que chapotean en tanga. A pesar de todo, las jóvenes en topless o con braguitas talla dos (dos tallas por
“Quitarse la parte de arriba era una forma de rebelarse, de decir no a tanta hipocresía” “Ahora muchas chicas se cubren el pecho en la playa y por la calle lo enseñan casi todo”
debajo de la que precisan, se entiende) son minoría, al menos esta mañana. Liberarse de la parte de arriba ya no tiene para ellas el sentido reivindicativo que una vez tuvo. “Es curioso, muchas no toman el sol con el torso desnu- do, pero van por la calle con unos minishorts del que les sale medio culamen”, dice Assumpta, que cuando no hay mucha gente se baja el bañador hasta la cintura y se acuerda de su madre: “Una vez me vio mientras me duchaba y se pasó la tarde llorando porque descubrió que no tenía marcas blancas en los pechos.”
Elvira, una asidua de Port Ginesta, en Castelldefels, se casó en 1978, a los 19 años. Por amor y también como vía de escape. Sus padres no le dejaban salir de noche ni hacer prácticamente nada. Eran los tiempos de “a las nueve y media en casa”. El verano del año anterior (cuando la pena de muerte aún no había sido completamente abolida en España y el Rey se dirigía al Ejército en estos términos: “Hay que demostrar que somos capaces de vivir en paz, en democracia y en libertad”) empezó a hacer topless con una amiga. Eran también los tiempos en que Barcelona vivía de espaldas al mar. No como ahora, “que estás en cualquier sitio y al lado puede haber un vecino. Nos íbamos a zonas alejadas de Caldetes o de Calella para que no nos vieran”. Muchas mujeres sostienen que en esas situaciones lo puede pasar peor el vecino que ellas mismas. ¿De qué avergonzarse? Los pechos, sublimados hasta la extenuación, no son órganos sexuales. “Hombres y mujeres los tienen”, explica Natalia, una pensionista que veranea en Sitges desde hace 35 años y que libera sus ubérrimos senos en cuanto sale del agua. Su marido, bajo la sombrilla, parece decir con la mirada: “Sí, ya, ya, pero...”
Pero no es lo mismo. Incluso las bañistas más beligerantes, como Natalia (“¿por qué está socialmente aceptado que un hombre tome el sol con el torso desnudo en público y una mujer no?”) lo saben. A ella nunca se le ocurriría, por ejemplo, aligerar el bañador en una piscina. Eso explica que hasta las veteranas del topless no tengan un bronceado uniforme. “Si vengo sólo con mi pareja, me lo quito. Si vengo con toda la familia, no”, explican algunas. Y luego está la tiranía de la moda, de la publicidad, de los cuerpos danone y de la cosifica- ción de la mujer. También los hombres se angustian al envejecer y no reconocerse en ese extraño que pierde músculos y gana arrugas, pero la presión sobre las mujeres es muchísimo mayor. Sílvia, de 46 años, madre de dos hi-