Contando cerditos
Había una vez un país en el que las series de televisión parecían estar condenadas a ser casi todas iguales. Tan iguales tan iguales, que ya nadie en el reino creía posible que alguien, algún día, terminase haciendo de su aburrimiento virtud y acabase lanzándose con lo puesto a la caza y captura de un nuevo tipo de historia nunca antes vista que los liberase definitivamente de ese estado de monotonía crónica en el que vivían resignadamente instalados todos sin excepción.
Muchos eran los que hasta la fecha habían fracasado estrepitosamente al intentar llevar a cabo tan ingrata tarea, y aún más los que no sabiendo calcular exactamente los riesgos que tamaña aventura implicaba, se hundieron con todo el equipo a las primeras de cambio. Los hubo que a su vuelta fueron recibidos con burlas, reproches y desprecios. Y los hubo también que aprendieron la lección enseguida y ya nunca más intentaron nada semejante. Algunos se limitaron a mirar hacia otro lado como si la cosa no fuese con ellos. Otros jugaron al despiste, haciendo ver que la cosa ya les iba bien tal como estaba. Tan solo unos pocos reconocieron que merecía la pena seguir.
Y llegó el día en que a alguien venido de un lugar llamado Antena 3 se le encendió finalmente la lucecita. Y ese alguien decidió apostar por una cosa tan sencilla en el fondo como innovadora en su forma: volver a contar lo mil veces contado contándolo como nunca antes había sido contado (o sí, pero no por estos lares). La operación fue bautizada genéricamente como Cuéntame un cuento, nombre este de lo más apropiado para lo que no pretendía ser sino la apurada puesta al día, vía thriller, de las más imperecederas fábulas de antaño. Tacticismo a lo Caballo de Troya mediante, la cosa encerraría en su interior toda suerte de irreverentes sorpresas: cerditos atracadores, lobos justicieros, madrastras de pasarela, Blancanieves fuera de la ley, Bestias a su accidentado pesar, Caperucitas de armas tomar e incluso brujas de frenopático. Y ocurrió que aunque su primera entrega, la de Los tres cerditos, no convenció del todo a las conservadoras gentes del lugar, sí que dejó claro que la ocasión bien merecía unas perdices a manera de esperanzador aperitivo. Sobre todo por haberse atrevido a recordarnos que el Emperador llevaba demasiado tiempo desnudo, y que ya iba siendo hora de que alguien intentase taparle las vergüenzas. Ya veremos cómo acaba el cuento.