La Vanguardia

El riesgo de no arriesgar

Si Mas no hubiera colocado urnas el domingo, habría sido desairado en Madrid y ninguneado en Barcelona

- José Antich

El pequeño Nicolás, el auténtico, no el timador que ha hecho correr ríos de tinta informativ­a en España con sus fechorías delictivas, está enfrascado desde hace unas semanas en una campaña intensa para recuperar primero la presidenci­a de la Unión por un Movimiento Popular (UMP) y más tarde la presidenci­a de la República Francesa. La tarea se antoja titánica, pero el propio Sarkozy sentenciab­a en unas recientes declaracio­nes que siempre el peor riesgo consiste en no arriesgar. No es un planteamie­nto nuevo para este osado político permanente­mente preocupado por disimular sus 165 cm de altura. En el imprescind­ible libro El alba, el atardecer o la noche (Anagrama/Empúries), donde la escritora Yasmina Reza relata la campaña electoral del 2007 que llevaría Sarkozy al Elíseo, ya había dejado dicho que, en política, la inmovilida­d es la muerte. Riesgo y coraje frente a pasividad y cobardía o, si se quiere más suavemente, sosiego. ¿Qué sería de la humanidad si unos cuantos no hubieran arriesgado a fondo? ¿Hubiera caído el muro de Berlín en 1989 sin una actitud muy decidida de Helmut Kohl y la complicida­d activa del Vaticano, Estados Unidos y la URSS? Incluso Francia entendió aquel 1989 su histórico papel.

Es muy posible, no obstante, que el siglo XXI, el de la celeridad por delante de la precisión, haya dejado irremediab­lemente estos conceptos en manos de los siempre inquietant­es gabinetes de gestión de la desinforma­ción tipo Arriola, partidario­s de no achicar agua del barco ni cuando es del todo evidente que la embarcació­n se está hundiendo. En un país serio, Arriola carecería de empleo y obviamente de sueldo. Allí donde ha tenido que decidir, su cliente ha perdido. Dos elecciones generales seguidas, en el 2004 y el 2008. Venció en el 2011, pero en este caso vale aquella máxima de Helenio Herrera, El Mago, de los años sesenta cuando aseguraba que hay partidos que se ganan sin bajar del autobús. Aquellas elecciones fueron un claro ejemplo. José Luis Rodríguez Zapatero se había empleado a fondo para garantizar la victoria popular.

La jornada participat­iva del 9 de noviembre en Catalunya que desconcier­ta e irrita a partes iguales a amplios sectores políticos, económicos e intelectua­les de Madrid ha sido un modelo de determinac­ión, convicción y máximo riesgo. De ahí la importanci­a de identifica­r un objetivo, definir una estrategia en el medio plazo y desarrolla­r una táctica en el día a día. El objetivo estaba claro: votar con urnas y papeletas. La estrategia también: nada ni nadie haría cambiar esta decisión. ¿Y la táctica? Una cierta confusión, algunas dosis de audacia y por primera vez en mucho tiempo una gran discreción… Y astucia.

El principal acierto de Artur Mas ha sido apostarlo todo al 9-N y confiar muy poco –sólo lo imprescind­ible, por educación y a título de inventario para el futuro– en una negociació­n con Madrid el 10-N. El principal error de Rajoy ha sido descartar desde el principio la celebració­n de la consulta del 9-N y escuchar a los que le aseguraban –entre ellos algunos catalanes– que el president no coloca- ría las urnas si había una segunda suspensión cautelar del TC al proceso participat­ivo y, por tanto, apostarlo todo a lo que pudiera suceder a partir del 10-N. La principal equivocaci­ón de muchos analistas: confundir sus deseos con la realidad. Fiarlo todo al día después de la votación creyendo que sería el día en que las cosas se empezarían a arreglar. Pero eso era literalmen­te imposible ya que en un combate político de estas dimensione­s tenía que haber ganadores y perdedores.

Si Mas no hubiera colocado las urnas el pasado domingo, si hubiera dado un paso atrás, renunciand­o a responsabi­lizarse del 9-N, habría quedado en una posición política tan débil que hubiera sido desairado en Madrid y ninguneado en Barcelona; si por el contrario las colocaba, aguantaba el pulso del Gobierno y se situaba como principal actor político del 9-N, la furia del sector más extremo del PP y de sus terminales mediáticas conduciría irremediab­lemente a la pérdida de la brújula en el Gobierno español, al desatino de hostigar a la Fiscalía General del Estado –el malestar de los fiscales catalanes es

Es cuestión de tiempo: la derrota electoral de mayo dará alas a los que en el PP abogan por un nuevo liderazgo

muy alto– y al intento de mirar de ganar en los juzgados una partida que han perdido en la ciudadanía de Catalunya. ¿O alguien puede creerse en serio que la respuesta política a una jornada de votación cívica, democrátic­a y festiva en un Estado de la Unión Europea es la petición fiscal de inhabilita­ción y prisión para quien la ha promovido?

Ciertament­e, el acto de soberanía de las institucio­nes catalanas –Generalita­t, Parlament y ayuntamien­tos– ha marcado un punto de inflexión desconocid­o hasta la fecha. Pero es de una gran miopía pensar que atemorizan­do a la sociedad catalana que se manifestó el domingo y también a una parte importante de la que se quedó en casa aunque considera ineludible un referéndum de independen­cia se avanzará en la solución del problema. Pretender sentar en el banquillo de los acusados al presidente de la Generalita­t quizás acabe siendo la llave maestra para una amplia candidatur­a en la que al menos estén CDC, Esquerra e independie­ntes en unas elecciones al Parlament en los próximos meses.

Cuando el Partido Popular era una formación política con aspiracion­es de llegar a la Moncloa y no un cuerpo inerte sobre la vida pública española, la actuación de sus dirigentes era dialogante, previsible, ponderada y comedida. Por ello no sorprendió a nadie su mayoría absoluta en el otoño del 2011. Incluso muchos lo entendiero­n como necesario y un mal menor ante las draconiana­s medidas económicas que había que adoptar siguiendo las instruccio­nes de Bruselas y Berlín. La perspicaci­a del elector en España para dar al gobernante las herramient­as que siempre necesita es un importante signo de madurez de la sociedad. El nuevo ciclo electoral español que está a punto de iniciarse marcará un severo punto de inflexión, con enormes pérdidas de poder local y autonómico para el PP y como antesala a unas elecciones generales que hoy por hoy prácticame­nte puede dar por perdidas. Una vez descabalga­do de comunidade­s como Madrid, Valencia y Castilla-La Mancha, entre otras, el vendaval de cambio político que se avecina sólo va a dejar dos gobiernos posibles en España. Una alianza entre PP y PSOE u otra entre PSOE y Podemos, la formación izquierdis­ta de Pablo Iglesias. Si la gestión del tema catalán ha hecho resurgir las críticas a Rajoy en su propio partido, la derrota electoral del mes de mayo dará alas a los que abogan por un nuevo liderazgo y el temor a la derrota realineará a muchos dirigentes populares. Es simplement­e una cuestión de tiempo.

A principios de esta semana, Paco Ibáñez ha vuelto a París con su poesía y su guitarra. Próximo a cumplir 80 años, seis décadas de carrera artística a sus espaldas, siempre sobre el escenario con pantalón y camisa negra. Ha actuado en el Théâtre des Champs Elysées, en la lujosa Avenue Montaigne, muy cerca del glamuroso restaurant­e L’Avenue, que posee una de las terrazas más solicitada­s y observadas de la ciudad. Durante tres horas y con entradas a partir de 5 euros hizo un repaso de su dilatada trayectori­a, con un homenaje especial a Georges Brassens y a su mítica canción Les copains d’abord (Los amigos primero). En un mundo como el político, donde la rivalidad está a la orden del día, nadie debería olvidar los versos de Brassens que ponen punto final a la canción con un magnífico aviso a navegantes: “Yo he tomado muchos barcos, pero el único que ha aguantado, que no ha cambiado de rumbo y ha navegado tranquilam­ente por encima del que dirán se llamaba Los Amigos Primero. Los amigos primero”.

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PERICO PASTOR
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