Beso fatal
Gracias a la reforma laboral que nos iguala por lo bajo a los de abajo, ir a trabajar enfermo es normal
Sucede, en mi trabajo, que a veces hay que besarse. Existen muchas clases de besos y, con la distancia del escenario, no suele ser necesario utilizar las lenguas. Incluso si se interpreta un beso largo, es fácil trucar esas florituras. Pero los labios se juntan, si te toca beso, noche tras noche. Delicado requisito laboral que puede ser tan agradable como desagradable; ahí se las componga cada cual. El caso es que, cuando llega el frío, los besos se vuelven arriesgados. Los virus circulan a su aire entre nosotros, inclementes y amenazantes. En la oscuridad de los bastidores, se palpa el peligro de una de las cosas que más teme el actor: un buen resfriado. Con sus fiebres, sus mocos, sus toses o –lo peor– sus afonías temerarias.
Un actor griposo es un pez en el desierto. Un asunto sin solución, porque, cuando la cama aparece como el único lugar imaginable para el cuerpo dolorido y la cabeza embotada, el actor tiene que pasear su piltrafa humana por el escenario. Como en una pesadilla, se ve a sí mismo –encorsetado, en tirantes o tutú– disimulando los sudores, las toses y los escalofríos, haciéndose el gracioso o el elocuente, escaso de voz, con los focos apuntando directamente a los ojos, delante de un montón de gente. Por alguna razón de lo más vetusta, en el teatro no hay sustituto que pueda ocupar tu puesto. Ni se estila ni se paga. La responsabilidad de las entradas vendidas cae sobre tu mísera anatomía. Haciendo del defecto virtud, circulan entre nosotros historias legendarias de cómicos que salieron a escena con costillas rotas o diarreas incontenibles. Actos supuestamente heroicos que, a los actores quizás menos entregados, lejos de enorgullecernos, nos parecen una cosa medieval. Tiritando en escena, maldecimos secretamente ese lema que dice que la función debe continuar. Si además hay beso, ves el temor de tu compañero que acerca sus labios a los tuyos, con los ojos cerrados, dispuesto a sumarse a la rueda amorosa del contagio sin fin, y hasta te sientes culpable.
Hoy, sin embargo, gracias a la reforma laboral que nos iguala por lo bajo a los de abajo, ir a trabajar enfermo es normal. Me lo recuerda, entre toses, un técnico del teatro. La suma de agresiones que sufrimos con este Gobierno, cada escándalo más vergonzoso que el anterior, nos puede llevar a olvidar la temeridad que supone empujar a los trabajadores a pasear sus virus, y su natural ineficacia griposa, en su puesto de trabajo. Para no soportar en el sueldo los grandes descuentos que conllevan las bajas por enfermedad. Una medida delirante que pretende atajar a cañonazos el absentismo laboral de los sueldos pequeños, mientras los peces gordos se lo llevan crudo sin ningún control. Besos aparte, lo peor de la condición del actor, lejos de modernizarse, se extiende por el mundo real.