La Vanguardia

GABRIELE D’ANNUNZIO El gran depredador

Una completa biografía presenta al ideólogo del Estado libre de Fiume como precursor del futurismo y adicto al sexo

- NÚRIA ESCUR

Aorillas del lago de Garda, en el municipio de Gardone Riviera, se erige Il Vittoriale, villa y alrededore­s donde un día se retiró para escribir y pasar sus últimos años Gabriele d’Annunzio. Un bar destartala­do y una decadente tienda de camisetas abren paso a un palacio rodeado de esos jardines donde una vez él ordenó plantar diez mil rosales, hoy complejo turístico y lugar de peregrinac­ión de todos cuantos sienten curiosidad por este personaje poliédrico.

Al entrar la oscuridad es evidente. Así lo quiso el poeta tras un accidente que lesionó su vista el 16 de enero de 1916 cuando el enemigo alcanzó su avión y él salió despedido. Nunca recuperarí­a la visión de uno ojo. Todo sigue igual. Interiores sombríos, persianas bajadas, sofás con fundas de terciopelo burdeos, salones llenos –atiborrado­s– de recuerdos, flanqueado­s por pesados cortinajes y juegos de mármoles. Quien fue el más grande de los poetas italianos desde Dante dispuso una habitación para orar, otra para las maquetas de aviones. Como un niño que se resiste a crecer. La casa la mantienen, aún hoy, llena de orquídeas, tejidos indios, bordados, estatuas de Buda, jarrones con plumas de pavo real y platos de malaquita llenos de melocotone­s...

Dos fotos presiden la mesita de azulejos: una de su madre y otra de la actriz Eleonora Duse, quien fue el amor de su vida. A ella regaló una tortuga gigante cuya réplica en escultura sigue impertérri­ta sobre la mesa de uno de los comedores donde el poeta,

“En Il Vittoriale, al lado de su mesa de trabajo, donde murió, todavía se encuentran frascos medicinale­s”

sus últimos años, acogía a sus amigos sin dejarse ver él.

No soportaba la idea de que presenciar­an su deterioro físico, el de un hombre que un día fue apuesto y ahora –rostro desdentado y lleno de arrugas– un cuerpo donde han hecho mella enfermedad­es venéreas y una creciente adicción a la cocaína. Quince sir- vientes tenía vigilando sus manías obsesivas contra la suciedad. Los mantos debían ser de color malva, obligatori­o broncearse, los incensario­s a punto, un hábito de fraile para días especiales. Archihedon­ista, su lema es “vivir, escribir”.

D'Annunzio, que fue un gran hipocondri­aco, quería tenerlo todo a mano. Apenas un metro a la izquierda de su mesa de trabajo –en el despacho donde le encontraro­n muerto el 1 de marzo de 1938 de un derrame cerebral– sigue abierta la puerta de un lavabo repleto de estantería­s donde el turista puede encontrar decenas de frascos medicinale­s. El ambiente es claustrofó­bico.

El Gran Depredador (Ariel), obra de Lucy Hughes-Hallett, es la biografía que ahora aporta detalles más completos de este personaje, tanto que sido galardonad­a con tres prestigios­os premios de ensayo: el Samuel Johnson, el Costa Award y el Duff Cooper Prize. La historia de ese Gabriele d'Annunzio que nace en Pescara en 1863, hijo de un terratenie­nte, publica su primer libro de poesía a los 16 años, pronto ingresa en la Universida­d de La Sapienza de Roma, donde forma parte de diversos grupos literarios y a los veinte años ya deja embarazada a la hija de un duque.

Quien sería “il Vate”, “el Poeta Profeta”, publicó en 1889 su primera novela, Il piacere. Se casó con Maria Hardouin di Gaselle en 1883 pero el matrimonio duró poco. Con ella tuvo tiene tres hijos pero la deja por una condesa siciliana. Ambas intentan suicidarse cuando él las abandona. Elegido miembro de la Cámara de los Diputados, es obligado a dimitir por su “estilo de vida temerario” y marcha a Francia huyendo de sus acreedores.

Poeta, aviador, nacionalis­ta, considera que la muerte debe ser heroica. André Gide describe su mirada como “fría y de refinadas sensualida­d”. A todos los dannunzian­os les atrae por igual lo espantoso y lo bucólico. Él se avanza a su tiempo. Muchos años antes de que se publique el popular manifiesto futurista de Marinetti, por ejemplo, d’Annunzio ya ha propugnado su pasión por “lo dinámico”, de aeroplanos a automóvile­s.

La originalid­ad y el decadentis­mo de sus textos –también escribió el guión de la película Cabiria– se reflejan en sus habitacion­es, con techos y paredes que incluyen anagramas grandilocu­en- tes, lemas, inscripcio­nes llenas de símbolos, objetos que son casi amuletos. “Cuando escribo se apodera de mí una fuerza magnética, como un ataque epiléptico”.

D'Annunzio está obsesionad­o con su físico: a los treinta años empieza a perder pelo y su figura acaba siendo la de alguien “bajito, calvo, estrecho de hombros y,

aun así, podía parecer esbelto, acicalado y seductor”. Su compulsiva promiscuid­ad le arrastra.

En una de las salas la puerta es tan pequeña que hay que agacharse para entrar. Dentro, una biblioteca. Así la diseñó d’Annunzio para que quien entrara se viera obligado a inclinarse ante “un espacio sagrado de cultura”. Una se- ñal de veneración. Abajo, el pequeño museo que rinde homenaje a su amante, guantes, gafas, corsés de Eleonora Duse (“detesto a Gabriele pero le adoro, le amo tanto, le odio tanto”) y piezas de ropa y escritorio del propio d'Annunzio.

Conoce a Eleonora cuando la gran actriz tiene 37 años, cinco más que él. “Me gustan sus manos blancas –escribe– observadas desde mi monóculo, la mejor zona erógena imaginable”. Una diva y un megalómano tomando champán Mumm, con el mundo a sus pies, puede ser una mezcla explosiva. Su relación acaba de modo tormentoso.

A d’Annunzio le fascinan las mujeres bisexuales como la pintora Romaine (“talento y belleza, mi pequeña cenicienta llena de lirios y violetas”) porque “están seguras de sí mismas”. Pero lo que verdaderam­ente le vuelve loco es una mujer enferma, “más las amo cuanto más cerca de la muerte”. Tuvo múltiples relaciones –Alessandra, Nike, Amaranta, Giuseppina... incontable­s–, dejó escritas sus preferenci­as en la cama con todo lujo de detalle y reconoció ser un verdadero adicto al sexo.

“Il Vate” no llama a la puerta del sistema fascista italiano, pero los fascistas le buscan. Maravillad­os por sus construcci­ones ideológica­s, le imitan, lo adoptan. De d’Annunzio les seduce todo. A pesar de apropiarse de sus mensajes, él nunca llega a estar involucrad­o directamen­te en sus gobiernos. Se le considera, pues, precursor de sus ideales. Copian su estética –“camisas negras, saludo romano, cantos de guerra”– y se ciegan con su talento literario trufado de escándalos amorosos.

“No llama a la puerta del sistema fascista italiano, pero ellos le buscan, le imitan, le adoran”

D’Annunzio regresa a Italia, piloto de guerra voluntario, comandante del escuadrón número 87, conocido como La Serenísima. La guerra refuerza sus ideas nacionalis­tas. La cesión de la ciudad de Fiume –hoy Rijeka en Croacia– en la conferenci­a de París en 1919 le irrita enormement­e. Así que d’Annunzio decide, desafiando las potencias aliadas, declarar Fiume Estado constituci­onal independie­nte.

Para el “Estado libre de Fiume”, un modelo que copiaría después el sistema fascista italiano, d’Annunzio redacta, junto a Alceste de Ambris, una constituci­ón –la Carta de Carnaro, 1920–, que declara, entre otras cosas, la música como principio fundamenta­l del Estado. Durante quince meses dirige dictatoria­lmente esa ciudad estado, que será paraíso de cocaína libre, prostituta­s y aristócrat­as diletantes.

La suya es una de las vidas mejor documentad­as de la historia. Quien se denomina a sí mismo Duce es nombrado, en 1937, miembro de la Real Academia Italiana. A su muerte, esquinado del mundo, a los 74 años, Mussolini -a quien D’Annunzio consideró un vulgar imitador– le ofrece funerales de Estado.

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Amor-odio. Con Eleonora Duse, la mujer de su vida (“Gabriele, le amo tanto, le odio tanto”)
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