Arissa sale de la sombra
Una exposición en el CCCB rescata al gran fotógrafo catalán, un eslabón perdido en la historia de la vanguardia española
Cómo es posible que un fotógrafo como Antoni Arissa (Barcelona, 1900-1980) haya podido ser olvidado, cuando no ignorado durante casi un siglo? ¿Qué ha impedido que su nombre no figure junto a los de Kertész, Callahan, Brassaï o Moholy-Nagy, por citar sólo algunos de los grandes nombres de las vanguardias europeas? Entre el escepticismo y la maravilla, las preguntas brotan rápidas mientras se recorre la asombrosa antológica que le dedica ahora el CCCB, desde aquel primer autorretrato en el que parece reivindicarse como un creador con mirada propia, hasta esa otra imagen cargada de suspense, El perseguit, un hombre que camina por la calle perseguido por una sombra, que para sus comisarios, Rafael Levenfeld y Valentín Vallhonrat, resume toda la obra del fotógrafo catalán. Estos últimos, desde Fundación Telefónica, son los artífices del rescate, como antes hicieran con fotógrafos tan importantes como Marín y Brangulí, otros eslabones perdidos de la historia de la fotografía en España que hasta fechas recientes no los conocían ni siquiera los es
pecialistas. Arissa. L’ombra i el fotògraf 1922-1936, que meses atrás fue aplaudida en Madrid como una de las mejores exposiciones de la pasada edición de PhotoEspaña, se podrá ver en Barcelona hasta el 12 de abril del 2015.
Impresor y tipógrafo de Sant Andreu, Antoni Arissa nunca fue un fotógrafo profesional pero siempre tuvo vocación de artista hasta que la Guerra Civil truncó sus sueños de modernidad. En 1939 colgó la cámara y sólo la volvió a utilizarla para inmortalizar las celebraciones familiares. Dos años después de su muerte, en 1982, la familia vendió el piso familiar y buena parte del archivo acabó en los Encants, entre libros de viejo y cuadros de cacerías. Y en esa zona de sombra podría haberse quedado eternamente, de no ser porque un comprador sensible se dio cuenta de que aquella obra estaba a la altura de los grandes maestros europeos y americanos, y lo puso en manos del MNAC. Un caso de justicia poética. Los negativos (3.200) se reparten entre el Institut d’Estudis Fotogràfics de Catalunya y la Fundación Telefónica.
¿Estamos por tanto ante una revelación? Desde luego para el gran público, sí. Y, más allá del disfrute que proporcionan las imágenes, debería servir, como desea Vallhonrat, para llamar la atención a las instituciones sobre la importancia de “recuperar nuestra memoria visual”. Y aunque él no lo dice, no parece menor tampoco el hecho de que sea en Madrid donde se organicen exposiciones importantes que recuperan fotógrafos olvidados en su lugar de origen. En el caso de Arissa las únicas monográficas habían tenido lugar en el Arxiu Municipal de Sant Andreu y en Huesca, aunque ha sido reivindicado en colectivas por comisarios como Joan Fontcuberta, Juan Naranjo o David Balsells.
Arissa viajó del pictorialismo imperante a principios del siglo XX (siempre en exteriores, escenas protagonizadas por niños que recuerdan a los cuentos infantiles de los Hermanos Grimm o Perrault) a un arte experimental en el que los detalles y la luz y las sombras tomaron todo el pro- tagonismo. Sus composiciones lo acercan al movimiento de la Nueva visión, que defendía la fotografía como un medio específico de expresión artística y una mirada propia al mundo. Arissa coqueteó fugazmente con el documentalismo (hay fotografías soberbias del Somorrostro) pero al final el círculo se fue cerrando has-
Olvidado tras la Guerra Civil, en los ochenta buena parte de su obra acabó en los Encants
ta centrarse en su propia vida (sus hijas son a menudo protagonistas de sus instantáneas) y de sus objetos cotidianos para crear. Su casa, su jardín, su azotea, una bola de vidrio del árbol de Navidad, unos pinceles o una copa se transforman en imágenes organizadas geométricamente, “lo minúsculo y sin importancia adquiere una presencia especial cuando introduce en su mundo su mirada implacable”, concluyen los comisarios, para quienes no deja de ser una ironía que cuando hablamos de pensamiento visual miremos indefectiblemente hacia la Bauhaus, cuando en realidad no había ir tan lejos, bastaba con girar la mirada a Sant Andreu.
En paralelo a la muestra, el CCCB estrena Shadowland, una multipremiada instalación del cineasta japonés Kazuhiro Goshima.