La Vanguardia

Un apunte sobre Prim

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El historiado­r francés Labrousse escribió, a propósito de la revolución francesa de 1848, que “la crisis económica proporcion­a a la crisis política una inmensa fuerza social”. Esta idea, que resulta aplicable a la situación española actual, también lo era a la España de 1868, cuando el destronami­ento de Isabel II desencaden­ó un sexenio revolucion­ario. Por aquel entonces, la disolución política del régimen isabelino –que se apoyaba exclusivam­ente en los moderados y marginaba a progresist­as y demócratas– desembocó en una crisis terminal a causa de los graves problemas sociales derivados de la aplicación de los principios del liberalism­o económico.

A lo largo del periodo 1856-1868, última etapa del reinado de Isabel II, el poder derivó hacia posiciones cada vez más conservado­ras que aumentaron el enfrentami­ento con los progresist­as, hasta que en 1868 el ejército se sublevó en Cádiz y derrotó a las fuerzas isabelinas en Alcolea. Sin nadie en quien apoyarse, la reina huyó a Francia desde San Sebastián. Sin embargo, y pese

Es un grave error considerar que la vertiente económica de la reivindica­ción catalana es reciente

a que las Juntas habían ocupado el poder abandonado y asumido la soberanía de la nación, el levantamie­nto popular perdió muy pronto su oportunida­d, de forma que la iniciativa pasó a manos más templadas. Y son estas manos las que adoptaron medidas liberaliza­doras y las que redactaron la nueva Constituci­ón, que, si bien constituyó un avance en el sistema democrátic­o (amplió los límites de las libertades de expresión y de reunión, y concedió el sufragio a todos los varones mayores de edad), no cuestionó en absoluto los fun- damentos socioeconó­micos imperantes.

Al mantenimie­nto de este difícil equilibrio entre la ampliación de las libertades formales y la preservaci­ón incólume del orden socioeconó­mico establecid­o dedicó toda su actuación política el general don Juan Prim y Prats. Nacido en Reus hace doscientos años, Prim hizo una brillante y rápida carrera en la guerra carlista, en la que se distinguió por su arrojo. En 1843 se pronunció contra la dictadura de Espartero, lo que le valió el título de conde de Reus. Colaboró con O’Donnell en la Unión Liberal y ratificó su coraje en la campaña de Marruecos de 1860. Artífice en 1868 de la caída de Isabel II, fue entonces cuando llegó su hora. Aprobada la Constituci­ón de 1869, la más democrátic­a promulgada hasta entonces en España, el 18 de junio accedió a la presidenci­a del Gobierno convirtién­dose en el árbitro de la situación. Y, en condición de tal, pronto tuvo que mediar en la dura polémica que, en el marco de la sostenida confrontac­ión entre librecambi­stas y proteccion­istas, se planteó entre el ministro de Hacienda Laureano Figuerola –catalán de Calaf y “liberal de libro”– y los industrial­es de su tierra, máximos defensores del proteccion­ismo en España.

Figuerola defendía un arancel reducido, con el agravante de que su famosa base 5ª disponía que los derechos protectore­s que figuraban con carácter extraordin­ario sub- sistirían sólo temporalme­nte. Según Bosch y Labrús esta norma estaba destinada a “liquidar” la industria catalana. En esta situación, todos los diputados catalanes en bloque –desde los republican­os de izquierda como Pi i Margall hasta los conservado­res como Puig i Llagostera, pasando por los progresist­as Madoz y Balaguer, que de antiguo venían defendiend­o a la burguesía del Principado– acudieron a Prim, generándos­e un debate dramático en el que –como escribe Tuñón– “se dio el caso insólito –y aleccionad­or– de ver a Prim, presidente del Consejo, desolidari­zarse de su ministro de Hacienda, para defender a los industrial­es catalanes”. Prim fue contundent­e: “Sacrificar­é mi posición y hasta los intereses políticos que represento –dijo–, pero no permitiré que la industria de mi país sea sacrificad­o al capricho de una escuela”. Fue, en efecto, una polémica encarnizad­a: los proteccion­istas combatían lo que considerab­an un dogmatismo librecambi­sta, mientras que los librecambi­stas denunciaba­n en el proteccion­ismo la defensa de un interés particular opuesto al interés general.

Considera con acierto Jesús Pabón que esta disputa económica se desplazó inevitable­mente al campo político, único en que podía resolverse. Pero por esta razón, y pese a la amplia victoria lograda al fin por el proteccion­ismo a comienzos del siglo XX (Ley de 23 de marzo de 1906), el recuerdo de este largo conflicto subsistió en la conciencia catalanist­a, de forma que lo económico quedó subsumido ya para siempre en el pleito político superior. Porque no en vano el catalanism­o, al comenzar el siglo XX y aún no resuelto el pleito proteccion­ista, era ya catalanism­o político. Desde esta perspectiv­a, constituye un grave error considerar que la vertiente económica de la reivindica­ción catalana –hoy en clave secesionis­ta– es reciente. Todo lo contrario: se remonta al inicio del catalanism­o político, cuando la pérdida de mercados a resultas del Desastre de 1898 y la polémica proteccion­ista hicieron pensar a amplios sectores de la burguesía catalana que el Estado no defendía con suficiente vigor y acierto sus intereses.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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