Ríase, esto es un atraco
La pequeña gran delincuencia: ladrones que se duermen o se emborrachan, que pierden el DNI o que piden ser rescatados
Dio un estirón, agarró el bolso y salió a la carrera, con su víctima pisándole los talones al grito de “¡Al ladrón, al ladrón!”. El delincuente, con 78 antecedentes por robo, vio un portal abierto y se metió dentro para darle esquinazo. No se dio cuenta de que era la comisaría de la calle Enric Granados hasta que lo detuvieron.
Veteranos integrantes del viejo grupo de sirlas de la Jefatura Superior de Policía de Catalunya recuerdan un sinfín de anécdotas tan o más hilarantes que esta. El nombre oficial era grupo II de la unidad de delincuencia especializada y violenta. Una sirla es una navaja, en argot. En los años 90, antes de que los Mossos d’Esquadra se convirtieran en la policía integral de Catalunya y asumieran las competencias de seguridad ciudadana, los agentes de sirlas vivieron la última edad de oro de la pequeña gran delincuencia.
Se ocuparon de casos como el
Iba a los bancos con una jaula y la abría; cuando los empleados salían para coger los pájaros, daba el golpe
del navajero que atracó a un conocido abogado. Cuando el delincuente le amenazó, el letrado le dijo: “A ver, que no puedo con esto” y le pasó un voluminoso sumario. El ladrón se guardó la navaja y le sostuvo los legajos mientras su víctima se vaciaba la cartera.
En una ocasión, el añorado abo- gado Juan Antonio Roqueta (1938-2012) fue asaltado de madrugada. Meses después, detuvieron a un sirlero y a la policía le sorprendió que designara como defensor a un penalista tan eximio como él. “¿Lo conoces?”, le preguntaron. “No, pero he oído maravillas de él”. Cuando defensor y cliente se quedaron solos en comisaría, Roqueta le dijo: “Cabronazo, en cuanto salgas me devuelves todo lo que me robaste”.
La prensa habla cada vez menos de esta delincuencia de barrio, sin nada que ver con esos otros verdaderos maestros del delito que cambian las navajas por los sobornos y los callejones por los paraísos fiscales. Pero siempre ha habido –y habrá– delincuentes y delitos surrealistas. Carmen M. fue juzgada en 1998, acusada de una oleada de robos en panaderías. Tenía un insólito cómplice: un jilguero. Iba a los establecimientos con la jaula para que nadie recelara de ella.
Este modus operandi creó escuela y fue incluso mejorado. Un año después, fue detenido en Esplugues de Llobregat un hombre que actuaba con cuatro canarios. Una vez, en un banco, cuando nadie lo veía, abrió la jaula. Mientras los empleados abandonaban la zona protegida para ayudarle a recuperar sus pajarillos, él aprovechaba para abrir cajones y llevarse al descuido todo lo que pudiera. Obtuvo un botín equivalente a 6.000 euros de hoy.
La historia de la delincuencia de poca monta está plena de chapuzas desopilantes. Delincuentes que se fríen unos huevos en la casa que están desvalijando (y que dejan sus huellas dactilares en la sartén) o que se duermen, pensando que tienen tiempo de echar una cabezadita antes de que los dueños regresen. Que in- tentan entrar por la chimenea y se quedan atascados hasta que los bomberos logran rescatarlos. Ladrones que hacen un butrón en un bar, en teoría para aligerar las máquinas tragaperras y que son sorprendidos horas después, completamente beodos. Que intentan emular a Spiderman y se quedan a medio camino de una fachada, pidiendo socorro al descubrir que la escalada era más difícil de lo que parecía. O que pierden el DNI durante la huida, un verdadero clásico, como atestiguan en casi todas las comisarías.
Hay que tomar precauciones, se dijo un delincuente cuando descubrió que había perdido el pasamontañas camino del banco. Hombre de recursos, se bajó los pantalones y trató de embozarse con sus calzoncillos. El problema es que hizo todo eso en la zona del cajero, mientras le grababan las cámaras de seguridad. Una leyenda entre veteranos de la Jefatura de Policía sostiene que un agente jubilado tiene una copia del vídeo y que la cinta remata todas las cenas de amigos que celebra en su casa. Las carcajadas, dicen, despiertan a los vecinos.
Pero cuando muchas de estas historias se conocen a fondo, la tragedia se impone sobre las risas. Toxicómanos machacados por la heroína (que vuelve a consumirse en Barcelona). Desesperados capaces de todo, incluso de atracar el banco de su calle, donde sus madres cobran cada mes la pensión. No es que se hubieran olvidado de dónde estaban. Es que no podían ir más lejos.