El batallón de futbolistas en la I Guerra Mundial
Muchos jugadores de la Premier renunciaron a sus contratos y se alistaron en la I Guerra Mundial
El silbato ya no indica el principio del partido. Bajo los pies no hay césped verde y reluciente. No se oyen los aplausos ni el clamor de la grada. Ahora el único sonido audible es el de los disparos, dolorosamente ensordecedor, y el murmullo lejano del silbato se vuelve brújula para sobrevivir. No se ve nada, sólo los destellos de la munición brillando en la oscuridad. Esta es una batalla que nada tiene que ver con once hombres versus once. Un partido que enfrenta a la vida con la muerte. Es la Gran Guerra y quien te enamoró con su verticalidad y desequilibrio en el terreno de juego yace sobre el lodo ensangrentado. Aquel que dio un pase magistral una tarde de domingo, o el defensa con tranquilidad de acero, observan desconsolados desde la trinchera. No pueden hacer nada y sin embargo saben que ellos serán los siguientes. Este es el batallón del fútbol, formado por jugadores que una vez fueron estrellas, pero también el escuadrón de los árbitros y aficionados que morirán lejos de casa por defender a los suyos.
“Antes había tiempo para todas las cosas del mundo. Había tiempo para los partidos, para los negocios y también para la vida doméstica. Había tiempo para todo, pero ahora sólo hay para una cosa, y esa cosa es la guerra. Si un jugador de críquet tiene vista de halcón, permítanle que observe por la mirilla de un rifle. Y si un futbolista tiene los músculos fuertes, permítanles marchar y servir en el campo de batalla”. Ha pasado tan sólo un mes desde que Gran Bretaña declarase la guerra a Alemania y mientras las ligas de críquet y rugby han quedado suspendidas, la de fútbol sigue disputándose y Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, pide con esta declaración que la Federación Inglesa de fútbol recapacite. Muchos jugadores profesionales tienen contratos que les impiden alistarse y los clubs no quieren dejarles escapar perdiendo dinero. Las tensiones crecen más cuando Frederick Wall, el secretario de la FA, se reafirma en la voluntad de mantener la Liga intacta, hecho que provoca la rebelión de algunos jugadores, que se van al frente.
Uno de ellos fue Donald Simpson Bell. Don o Donny tenía 23 años al estallar la guerra. Había disputado cinco partidos con el Bradford esa temporada cuando decidió convertirse –sin saberlo– en el primer jugador profesional que cambió la camiseta a rayas de su equipo por el caqui del uniforme militar. Bell fue el único hombre que con un pasado en el ámbito futbolístico remunerado acabó siendo galardonado con la cruz de Victoria –el mayor de los honores del ejército– por su “destacadísima valentía”. “Ha sido de chiripa”, explicaba a su madre por carta, “sólo he detonado una bomba pero ha funcionado”. Fue el 5 julio de 1915, después de ser segundo al mando en una operación en la que 180 alemanes fueron capturados. Mientras jugadores como Bell renunciaron a sus contratos para alistarse, aquellos que era amateurs se incorporaron a filas desde el primer día.
En diciembre de 1914 se formó el llamado batallón del fútbol, el 17.º del Regimiento de Middlesex, donde amateurs, profesionales, seguidores y árbitros empezaron a entrenarse dispuestos a dar su vida por Gran Bretaña. Uno de esos integrantes merece mención especial: Walter Tull. Nieto de esclavos de origen caribeño, Tull era uno de los pocos jugadores profesionales de color, y su brillante carrera en el Tottenham se vio frenada por la guerra. El joven inglés, que superó la discriminación por su color de piel, fue uno de los soldados más admirados del batallón y su muerte en combate a los 29 años le convirtió en héroe. Su primer club, el Northampton Town, escribió en 1999 un memorial en el que destacaba “la determinación de enfrentarse a aquellos que intentaron negar la igualdad de color”. Su valor en Francia, donde yace su cuerpo, será recordado en los próximos meses en una edición especial de la moneda de cinco peniques.
Las historias de Bell y Tull son sólo dos ejemplos de los más de 3.000 casos de futbolistas que se unieron a escuadrones en la I Guerra Mundial. Un tercio de ellos no regresó a casa. En el caso del Batallón del Fútbol, de los 600 miembros originales, 500 perecieron antes de 1930. El deporte que les había unido antes de la batalla fue la única válvula de escape que servía para olvidar el horror y durante los cuatro eternos años de barbarie, los escuadrones organizaron competiciones domésticas. Cada partido significaba seguir vivos y recordar a aquellos que ya no estaban.
“El silbato deja de sonar y con el paso del tiempo, allí donde yacían los cuerpos de las estrellas de antaño, empezaron a florecer amapolas. En los campos de Flandes crecen las amapolas. Fila tras fila entre las cruces que señalan nuestras tumbas. Y en el cielo aún vuela y canta la valiente alondra, escasamente oída por el ruido de los cañones” (fragmento del poema de John McCrae, En los campos de Flandes 1915).