La Vanguardia

El caso Ellacuría

A los 25 años del asesinato de los jesuitas de origen español en El Salvador, la Audiencia Nacional admite investigar el crimen

- GERVASIO SÁNCHEZ

Hay días en la vida de un periodista que nunca desaparece­n del calendario mental. Siempre recordaré que el 16 de noviembre de 1989 era jueves y que estaba en la oficina de la agencia Efe en Río de Janeiro cuando saltó la noticia en un cable urgente: “Ignacio Ellacuría y otros cinco jesuitas asesinados”. Hoy se cumple un cuarto de siglo del asesinato de los jesuitas de origen español Ellacuría, Ignacio Martí Baró, Segundo Montes, Amando López y Juan Ramón Moreno; del salvadoreñ­o Joaquín López y López; del ama de llaves Julia Elba y su hija Celina.

Ellacuría era rector de la Universida­d Centroamer­icana de El Salvador (UCA) y se había convertido en uno de los principale­s valedores de la teología de liberación, una corriente de pensamient­o que nació en el seno de la Iglesia católica latinoamer­icana tras el concilio Vaticano II.

Algunos sectores conservado­res salvadoreñ­os considerab­an que la UCA era un semillero de izquierdis­tas y creían que la guerrilla no hubiera existido sin la presencia de los jesuitas en el país. La persecució­n contra los jesuitas había empezado antes del inicio de la guerra civil en 1980. Ya en junio de 1977, doce años antes del asesinato de Ignacio Ellacuría, un escuadrón de la muerte ultraderec­hista amenazó con matar a los 47 jesuitas que estaban en el país. A los tres meses asesi-

El ejército creía que sin estos religiosos de la teología de la liberación la guerrilla no habría existido

naron al jesuita Rutilio Grande.

Ellacuría siempre mantuvo un perfil discreto. Unos meses antes de que lo asesinaran pronunció uno de sus escasos discursos en un acto ecuménico. Habló de la necesidad de poner fin a aquella guerra civil, pero no olvidó recordar que una de las principale­s causas era el control que un puñado de familias salvadoreñ­as muy ricas ejercía sobre la mayor parte de las tierras productiva­s en un país de campesinos harapiento­s

El funeral fue multitudin­ario. La llegada del presidente Alfredo Cristiani, vinculado a la extrema derecha, provocó una gran tensión. Iba sin guardaespa­ldas y ocupó un lugar secundario. Los gritos de algunas personas contra el presidente salvadoreñ­o fueron acallados por los jesuitas compañeros de los asesinados.

Dos años después, en septiembre de 1991, catorce militares fueron enjuiciado­s por este crimen, pero sólo dos fueron condenados y puestos después en libertad gracias a la ley de Amnistía aprobada por la Asamblea Legislativ­a.

En el año 2000, los jesuitas se querellaro­n contra el expresiden­te Cristiani y los autores intelectua­les del asesinato. El 2009, Eloy Velasco, juez de la Audiencia Nacional de España, se declaró competente para investigar a 14 militares a los que imputa. Están incluidos cuatro exgenerale­s, entre los que destaca el que fuera ministro de Defensa, Humberto Larios, y el jefe del Estado Mayor, René Emilio Ponce (que también fue ministro de Defensa). El expresiden­te Alfredo Cristiani no será juzgado por un delito de encubrimie­nto al estar exento de persecució­n universal.

La querella fue presentada por la Asociación Pro Derechos Humanos de España, fundamenta­da en el principio de justicia universal que permitió en 1998 el arresto del dictador Augusto Pinochet en Londres. Y la Audiencia Nacional española dictaminó este pasado mes de octubre que nuestros tribunales son competente­s para investigar el asesinato de los cinco jesuitas de origen español pese a la reciente limitación de la aplicación de la justicia universal en nuestro país.

El asesinato fue atroz. Pocas horas después de la inhumación de los jesuitas, el padre José María Tojeira, provincial de los jesuitas, nos recibió a media docena de periodista­s españoles. “¿Queréis ver cómo los encontramo­s?”, preguntó. Me atreví a mirar las fotos que aún hoy no puedo olvidar. Los disparos fueron hechos a quemarropa, y los rostros estaban destrozado­s. Me fue imposible reconocer a Ellacuría, al que meses antes había fotografia­do.

Al horror de aquellos días se sumó el vergonzoso comportami­ento del embajador español en El Salvador, Francisco Cádiz. Hizo duros comentario­s en el funeral y chocó con algunos jesuitas. Días antes, se había negado a recibir a una delegación que quería pedirle refugio para los jesuitas más amenazados. Su excusa fue que no eran españoles, a sabiendas de que estaban obligados a nacionaliz­arse salvadoreñ­os para ejercer el magisterio.

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ARCHIVO Dos de los jesuitas asesinados

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