La Vanguardia

“Ya me cansé de rezar”

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penas llevábamos unas horas de sueño cuando, a las cinco de la mañana del día siguiente, Albert nos despertó.

–Venid, vamos a enterrar a otro cadáver.

Albert era uno de los pocos hombres adultos que se refugiaban en la iglesia. Allí estaban su mujer y sus hijos y no tenían adónde ir. La mayoría de los hombres tenía demasiado miedo para quedarse en la iglesia, tan cerca de los seleka. Los rebeldes musulmanes acusaban a cualquier adulto que encontraba­n en la zona de ser un antibalaka y lo ejecutaban sin pensárselo dos veces.

Tras andar unos minutos por el bosque, rodeamos un arbusto y los encontramo­s tendidos en el suelo. Los cuerpos de dos chicos, uno con un tiro en la nuca y el otro con el cuello abierto en dos, tumbados uno junto al otro.

El olor a muerte era intenso. A veces pienso que el hedor del primer cadáver en descomposi­ción que ves se queda grabado en algún punto del cerebro para siempre y regresa con cada nuevo muerto. Como para recordar que la muerte es la misma mierda siempre.

–Entierro a los muertos para evitar que se propaguen las enfermedad­es –decía Albert.

Llevaba la cuenta de los muertos en dos listas: ciento veintitrés cristianos y treinta y ocho musulmanes. A menudo enterraba a amigos o vecinos. Incluso a veces conocía los motivos de la condena a muerte. Si es que los había. Las víctimas que yacían a nuestros pies, cubiertas por centenares de larvas, eran cristianos, pero habían sido acusados por los antibalaka de traidores por vender comida a los musulmanes.

–Corrió el rumor y a los pocos días desapareci­eron. No sé si era verdad, pero supuse que los encontrarí­a yo tarde o temprano –contaba.

Al acabar de enterrarlo­s, Albert colocó una botella de agua vacía encima del montículo de arena para que nadie removiera la tierra. Le pregunté si acostumbra­ba a rezar algo y meneó la cabeza. –Ya me cansé de rezar. Aún no lo sabíamos, pero en ese preciso momento, al otro lado de la ciudad, Jean-Pierre Gio- Xavier Aldekoa ha cubierto la realidad africana para La Vanguardia desde hace una década. Pasado mañana publica Océano africano, un libro que recoge buena parte de esta experienci­a. “Pretendo mostrar los pedazos de África que he conocido –explica–. Tras más de una década viajando por el continente conozco a cientos de personas de más de treinta países africanos. Este es un libro sobre el tiempo que pasamos juntos. Es una ventana a las personas, los detalles y las kara se moría de dolor. Íbamos a conocerle pronto.

Era mediodía cuando llegamos al centro sanitario. Fuera esperaban una decena de mujeres con sus hijos. Ningún niño jugaba a nada, tan sólo esperaban en brazos de sus madres o aguardaban sentados en un rincón con la vista apagada.

Escuchamos un grito ahogado de dolor que provenía de dentro de una sala y entramos. Sentado en una silla, un chico cerraba los

El hedor del primer cadáver descompues­to que ves se queda grabado en algún punto del cerebro

ojos con fuerza mientras un enfermero le despegaba con unas pinzas trozos de hojas y barro de la espalda. En realidad su espalda no existía: era una gran llaga rosada desde los hombros hasta los riñones. También tenía quemaduras en la cabeza, los brazos y el alma.

–Se reían, escuché como se reían –repetía.

Sus heridas me transporta­ron a la noche del primer ataque, cuando la ciudad de Bouca se convirtió en una pesadilla.

La madrugada en que empezaron los combates, Jean-Pierre regresaba del huerto con su mujer cuando escuchó los primeros tiros. Se escondiero­n en su choza con sus tres hijos y rezaron para que quien fuera que atacaba la ciudad pasara de largo. Pero el diablo se quedó.

Los cinco se acurrucaro­n en una esquina de la casa hasta que la mirada de su mujer, que se dio cuenta antes que nadie, se convirtió en puro terror: el techo de paja de la casa estaba ardiendo. Con un hijo en cada mano, Jean-Pierre abrió la puerta para escapar. Pero se quedó paralizado.

–Aquello era un infierno. Todas las casas del barrio ardían. Delante de mí, yacía el cuerpo sin vida de mi vecino sobre un charco de sangre. Se oían tiros por todos lados.

A Jean-Pierre apenas le dio tiempo a dar dos pasos fuera de su choza.

–Me encontré de frente con unos hombres y en cuanto me vieron me dispararon, pero no me alcanzaron. Mi mujer consiguió correr con mis hijos hacia el bosque, aunque vi que la herían con un machete; yo tuve que volver a costumbres que hacen de África un territorio extraordin­ario”. El reportero polaco Ryszard Kapuscinsk­i decía que África no existe, pero como demuestra este libro desde luego sí existen los africanos. El capítulo que publicamos aquí sucede en la República Centroafri­cana, durante la guerra entre cristianos y musulmanes del año pasado. Los seleka son los radicales islámicos, y los antibalaka son los cristianos. Los dos bandos han cometido todo tipo de atrocidade­s. entrar en mi casa para que no me mataran. Escuché como se reían porque sabían que iba a morir.

Jean-Pierre sobrevivió porque los atacantes pensaron que había muerto cuando el techo se derrumbo. Él también pensó que todo había acabado. Pero aprovechó el humo y un último hilo de vida para escapar y esconderse durante siete días en el bosque.

–Me desmayé varias veces –recuerda.

Desde entonces, si el miedo no

Un seleka de 16 años, vestido con una camiseta del Barça, nos apuntaba con una ametrallad­ora

puede más que el dolor, acude al centro médico para curarse las heridas.

Jean-Pierre no sabía por qué le habían hecho aquello. Él era sólo un campesino.

–Soy pobre y yo nunca he odiado a nadie. Pero ellos me odian –decía.

También decía que había pensado tres veces en suicidarse.

Regresamos a la iglesia y esa misma noche conocí a Abbas. Era uno de los pocos musulmanes que se refugiaban en la iglesia. Insistía en que el problema no era la religión, sino el origen.

–Los seleka son extranjero­s, de Chad o Sudán. Sus rasgos son árabes, no tienen nada que ver con los centroafri­canos. Yo soy musulmán y soy de aquí, ellos no.

Tanta franqueza estuvo a punto de costarle la vida días después. Nos habíamos alejado de la entrada de la iglesia. La tensión se había reducido un poco y algunos profesores habían decidido organizar un partido de fútbol con los niños. Un equipo se llamaba Médicos sin Fronteras y el otro Fomac, como la fuerza multinacio­nal africana que evitaba que los seleka se echaran encima de los refugiados de la iglesia.

Los chavales montaban tal algarabía que nos apartamos un poco, a un camino cerca de un bosque, para charlar tranquilos. La alegría de los niños sonaba de fondo. Abbas me explicó cómo los seleka habían entrado en su casa y discutido delante de él si debían matarlo o dejarlo con vida. En un momento de la conversaci­ón, su voz se petrificó.

–Tienes a dos hombres armados detrás de ti –masculló.

A mis espaldas se habían colocado sigilosame­nte dos chicos adolescent­es con ametrallad­oras. No tendrían ni dieciséis años ninguno de los dos. Uno de ellos llevaba puesta la camiseta del Barça y el otro vestía un pantalón de camuflaje y un pañuelo rojo anudado en la frente, como en las películas de Rambo. Los dos nos apuntaban con sus armas.

–¿Antibalaka? ¿Antibalaka? –gritó uno señalando a Abbas. Eran rebeldes seleka.

Mi amigo se quedó quieto mientras negaba con la cabeza, asustado como un conejo. El más alto de los dos, de nariz aguileña y tez tostada, acercó su cara a pocos centímetro­s de la de Abbas. Le observó amenazador­amente y chasqueó la lengua con desprecio. En ese momento, pensé que le iba a disparar. Abbas también lo pensó. Intentó hablar pero le tembló el labio y no dijo nada. Traté de calmarles y hacer una broma sobre Messi al que vestía la camiseta culé. Ninguno parecía entender el francés y sólo hablaban árabe entre ellos. Finalmente, el tipo alto se apartó un poco de Abbas y me miró.

–Está bien, no antibalaka; allez –dijo.

Abbas me miró aliviado, pero con el terror aún clavado en las pupilas. Cuando los dos rebeldes seleka pasaron junto al campo de fútbol donde los niños se divertían, uno de ellos abrió fuego contra el cielo. El disparo retumbó como un trueno y ahogó de golpe todos los gritos de alegría. Nada se movió durante unos segundos.

Entonces, de repente, estalló el pánico. Los niños empezaron a correr despavorid­os hacia la iglesia. Algunos rodaron por el suelo y fueron pisoteados por los demás. Muchas madres, al escuchar el tiro y los gritos, salieron corriendo a buscar a sus pequeños. Un niño de apenas un año lloraba desconsola­do y aturdido sin saber adónde ir, pero sus chillidos quedaban sofocados por la histeria y el caos de la huida.

Los dos rebeldes seleka observaban desde una esquina con expresión serena. El más alto, el de los pantalones de camuflaje, tenía una sonrisa en los labios.

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XAVIER ALDEKOA La República Centroafri­cana sufre una sangrienta guerra civil desde diciembre del 2012
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