La metáfora del pigmeo
Cuál sería la definición más precisa de la catalanidad? Durante mucho tiempo predominó la tesis romántica: las esencias de la patria se encontraban en latitudes remotas, como el Manelic de Terra baixa. Se suponía que, cuanto más lejos de la urbe, más impoluta y virginal se mantendría la lengua y la identidad catalanas. El último exponente del catalanismo romántico fue el pujolismo. Recordemos las excursiones a las cumbres catalanas, la fraternidad con el campesinado. Lo más curioso es que, de hecho, buena parte del antipujolismo compartía esta visión: los “progres” representaban al catalanista prototípico como un “pagesote” con barretina; un palurdo ignorante, que vivía al margen de la modernidad.
En los años noventa me encontraba en la República Democrática del Congo. En la selva africana habitan los mbuti (los mal llamados pigmeos), que en aquel momento estaban sometidos a una grave presión demográfica. Muchos congoleños emigraban al mundo rural, y con la ayuda de una antorcha y un machete desbrozaban una parcela de selva, que dedicaban al cultivo. Se entenderá que este proceso, multiplicado por miles y miles de pequeños campesinos, implicaba una deforestación a gran escala. El problema es que un mbuti no puede vivir sin la selva, todo su sistema de vida está articulado alrededor del bosque tropical. Y de un año por el otro se podía ver como la selva retrocedía docenas de kilómetros. Un desastre biológico y cultural. En términos antropológicos, sin embargo, era un magnífico observatorio: ¿qué harían los mbuti? ¿Se dejarían absorber por los bantúes, retrocederían con la selva?
Al principio apliqué una hipótesis muy simple: la idea era que los mbuti que todavía estaban integrados en su espacio natural, la selva, mantendrían una identidad muy sólida; en cambio, presuponía que los mbuti que vivían en poblados bantúes habrían caído en el alcoholismo, la desestructuración social y la evanescencia identitaria. Esta era la hipótesis. Pero ya lo dicen: no hay nada más frágil que una hipótesis sometida a trabajo de campo.
Visité docenas y docenas de campamentos mbuti y los resultados fueron exactamente opuestos a los que preveía. Cuanto más adentro de la selva vivían los mbuti menos clara tenían su identidad étnica. Cuando los interrogaba, de hecho, apenas entendían las preguntas. Si los pedía si se consideraban mbuti o bantú se limitaban a contestar un evasivo “nosotros somos nosotros”. Y si la actitud de los mbuti más selváticos era sorprendente, la de los mbuti que ya vivían fuera de la jungla descon- certaba: la suya era una actitud identitaria absolutamente militante y reivindicativa.
Permítanme algunas precisiones. No hay nada más identificable que un pigmeo: su cuerpo habla por ellos. A principios del siglo XX alguien evaluó la altura media de los hombres en 1,44 metros y la de las mujeres en 1,33. Pero es más que eso: las proporciones de los miembros, de la mandíbula, el color del cabello, todo nos habla de un grupo humano que ha vivido aislado en la selva durante centenares de miles de años. Por eso me sorprendía tanto cuando entraba en establecimientos mbuti de fuera de la selva: la mezcla entre bantúes y mbuti ya era tan generalizada que no se veían los típicos cuerpos mbuti. En vez de las casas mbuti, que recuerdan un tipo de iglús vegetales, se aparecían casas de estilo bantú, hechas de fango y cañas, y en ninguna parte podían verse los habituales enseres de cacería, típicos de una sociedad de cazadores recolectores. En vez de ello la localidad estaba rodeada por cultivos agrícolas. Ni siquiera era un campamento nómada, aquello ya era una localidad estable, típicamente bantú. Y era aquí, justamente aquí, donde la identidad mbuti aparecía más fuerte, más exaltada, más politizada.
El fenómeno es, creo, fácil de explicar: los mbuti de la selva vivían tan aislados que nunca habían sufrido ningún conflicto de fronteras étnicas. Los otros, en cambio, habían visto su identidad impugnada, y en consecuencia se habían visto obligados a reforzarla y desarrollarla. ¡Qué paradoja! Empezaban a ejercer de mbuti justamente cuando habían dejado de serlo. Cuando su economía, su sociedad, y su cultura eran casi idénticas a la de sus vecinos. Pero no estaban dispuestos a permitir que su economía, su sociedad o su cultura fueran gobernadas por nadie más que ellos mismos. Estos recuerdos me retornan cuando se publican los resultados definitivos (o más o menos definitivos) del 9-N. Me limitaré a reseñar un dato: en el Barcelonés se han emitido 625.474 votos. Sin la comarca más urbanizada de Catalunya sería imposible entender este proceso; sólo con los “palurdos” no se iba en ninguna parte. (Y a quien le quede alguna duda, por favor, que corra a comprarse el libro: Súmate. Cuando todos contamos, la crónica más poliédrica del hecho catalán).
Si hay algo segura es que el proceso cambiará nuestra percepción de este fenómeno tan complejo y paradójico, a veces tan contradictorio, denominado catalanidad. Muy a menudo se afirma, y estoy de acuerdo, que estamos presenciando la desaparición del pujolismo, de la concepción romántica del país. Pero se insiste menos en una afirmación igualmente exacta: que también es la muerte del antipujolismo, de una determinada, y caduca, visión de la catalanidad.