La Vanguardia

La guardiana del ginkgo

- Jordi Llavina

Un día cualquiera, tras dejar a tu hija en la escuela de idiomas, piensas que tienes mucho trabajo y que deberías poner rumbo a tu casa de inmediato. Pero la tarde está lluviosa, exquisitam­ente desapacibl­e. Como tu ánimo, en el que también llueve. El agua nos hace más consciente­s de la fragilidad y de la belleza del mundo. Y lava, y bruñe, nuestra mirada. Detente y contempla todo cuanto te rodea, parece sugerir la lluvia. En este pueblo nació –y sigue trabajando–tu mejor amigo. Decides pasar por su casa, donde viven sus padres: Arseni y Maria Teresa.

Mi amigo es licenciado en Filosofía y panadero de profesión. Yo estoy convencido de que existe una vinculació­n entre la levadura que hace crecer la infinidad de panes que ofrecen en su panadería y la fi- losofía del tiempo de Bergson –uno de los grandes pensadores del siglo XX: si no, que se lo pregunten a Juan de Mairena–. Y me apuesto algo a que, cuando Marc amasa la harina, su pensamient­o también amasa, con el ritmo de elaboració­n del pan, muchas ideas que le llevan de Atenas a Roma, y de esta a Jerusalén. Seguro que hay momentos en que el recuerdo de Heidegger se contagia a su mano para que golpee con firmeza la masa y, de este modo, asegurar su consistenc­ia. Y otros en que acaso unos ecos de Safranski hacen que estire bien lo que amasa, como a veces se estiran, engañosame­nte flexibles, algunas horas de nuestra vida.

Así pues, uno de esos días decides pasar por la casa familiar de tu amigo para saludar a su madre. Recuerdas esa mañana de hace treinta años en que, tras una acampa- da de fin de semana, acompañast­e a Marc a su casa. Entonces regalaste a su madre un brote de tomillo. Muchos años después, ella solía decirte: “Se me secó el tomillo. Deberías traer un poco más”.

Y hoy, tantos años y tantos hechos después, pasas por ahí. Llevas las manos vacías (ni una triste florecilla de tomillo). Sólo brazos para abrazar a esta mujer que es una de las personas más tiernas que conoces, un alma –si se me permite la expresión– pura, como un ángel. Maria Teresa te muestra el ginkgo de la calle, que deja caer sus hojas de un amarillo intenso: ella es su guardiana amorosa, silente. Antes de irte, te ofrece un pan de Navidad (¡qué delicia!) y un dulce de chocolate. Y, sobre todo, te llevas el regalo de esos minutos compartido­s con alguien que quieres tanto.

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