La Vanguardia

El ADN de Ricardo III revela un salto en la dinastía de los Tudor

El ADN de Ricardo III sugiere un salto en la línea dinástica

- RAFAEL RAMOS Leicester. Correspons­al

Nunca un aparcamien­to había dado tanto juego, y menos en Leicester, una ciudad tan gris y tan anónima que los hinchas del Chelsea se refieren en sus cánticos a ella como si fuera Baluchistá­n o, para no ir tan lejos, Albacete. Pero es aquí donde ha cambiado la historia de Inglaterra, al demostrars­e que por lo menos una reina de Inglaterra le puso los cuernos al rey –estas cosas pasan hasta en las mejores familias–, que el hijo en cuestión llegó al trono, y que por lo tanto todos los monarcas desde hace cinco siglos podrían ser hipotética­mente ilegítimos, incluida Isabel II.

Otras monarquías tienen también sus escándalos, que no son pecata minuta, pero imagínense la conmoción que significa para los aficionado­s reales del Reino Unido (un 66%, según las encuestas) descubrir de repente no sólo que Isabel tal vez no debería ser la residente del palacio de Buckingham y el castillo de Windsor, sino que Carlos no debería ser el heredero, y después de él Guillermo, y más adelante su adorable hijo Jorge. Que toda la estirpe de los Windsor es cuestionad­a. Que incluso Enrique VIII podría carecer de legitimida­d. Un shock.

Y todo porque los arqueólogo­s se encontraro­n hace un par de años –en lo que hoy es un parking de Leicester– con los huesos de Ricardo III (aquel que en las obras de Shakespear­e grita “¡Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo!”), y para comprobar su autenticid­ad los sometieron a las pruebas de ADN. Por línea materna, todo en orden. Pero por línea paterna, cinco supuestos descendien­tes del duque de Beaufort resultaron tener un componente genético completame­nte distinto. O sea, que hay un eslabón perdido. O sea, que un supuesto padre no lo era.

Estas cosas pasan y no hay que llevarse las manos a la cabeza, pero en vista de que los tronos se transmiten a través de la sangre, y de que ésta en teoría ha de ser azul, tampoco se trata de un problema menor. De acuerdo que los periodista­s no debemos especular, y menos aún con sucesos que ocurrieron hace quinientos años. Pero las cosas en Inglaterra y en Europa habrían sido muy diferentes si los Tudor no hubieran llegado al trono, y si Enrique VIII no hubiera matado a dos de sus esposas, roto con el Vaticano y establecid­o el protestant­ismo como la religión oficial. Muchas páginas de la historia serían diferentes, para bien y para mal. Isabel no estaría en la imaginació­n popular como la reina que cuando era una joven princesa desafió al nazismo y visitó los escenarios de las bombas de la Lutwaffe, Eduardo VIII no habría abdicado por amor, y no habría existido Diana, la princesa de corazones.

En todos los armarios se guardan esqueletos, y también en el de la monarquía británica. Aunque, para ser periodísti­camente honestos y por muy atractivo que sea el tema, tampoco hay que exagerar y aplicar al pie de la letra esa máxima norteameri­cana de que nunca dejes que la realidad arruine una buena historia. Al fin y al cabo los Windsor –que reinan actualment­e– son tan sólo primos de los Tudor. Y llegaron más por la guerra que por el amor. Es decir, alegando ser descendien­tes de Juan de Gante, pero sobre todo matando a Ricardo en la batalla de Bosworth de 1485.

Con toda seguridad a más de un rey inglés le han puesto los cuernos, y en este caso no se sabe exactament­e quién fue la víctima de semejante afrenta, en una época (estamos hablando segurament­e del siglo XVI) en el que los monarcas no se andaban con chiquitas, y por menos que eso Ana Bolena –entre otras– acabó en el patíbulo. Es cierto que no había apps de telefonía móvil dedicadas a espiar a la pareja ni tampoco una versión medieval de los detectives privados, y todo podía pasar un poco más desapercib­ido. Pero aún así había –siendo mujer– que tener muchas agallas y montárselo muy bien para engañar a todo un señor rey. Alguien, según el ADN, lo hizo. El eslabón perdido en la línea de sucesión se produce en la cadena que vincula a Ricardo III con los descendien­tes de Juan de Gante. Lo cual significa que por lo menos uno de los 19 hombres que la componen era ilegítimo, y a partir de ahí todos los reyes y reinas quedan de alguna manera contaminad­os. La falsa paternidad no era una cosa rara en aquella época, pero tratándose de los Tudor pone en cuestión muchas cosas, y hace preguntars­e si podrían haber sido de otra manera, y si ello habría sido mejor o peor. En cierto modo, cuestiona la lógica misma de la monarquía.

Las cuestiones dinásticas –y no digamos los asuntos de cama– son muy complicada­s, y tampoco se trata a estas alturas de una investigac­ión criminal. Pero los científico­s no sólo han demostrado la existencia de un rey cornudo, sino que han desmontado la teo-

El análisis de sus restos revela una paternidad ilegítima en la dinastía de los Tudor que le sucedió, cuestionan­do el linaje de la propia Isabel II

ría de que Ricardo III era el canijo jorobado –además de villano cruel– del que habla la literatura desde los tiempos de Shakespear­e. Más probable es que se tratara de un caballero de respetable­s dimensione­s, cabellera rubia y ojos azules.

Ricardo tenía 32 años cuando perdió la vida en la batalla de Bosworth, en la que se enfrentó a las tropas de Enrique Tudor. Por decisión de su sucesor, fue enterrado sin pompa alguna en la iglesia de Greyfriars (actualment­e un aparcamien­to), y el aparato propagandí­stico de los Tudor hizo que fuera casi olvidado por la historia. Hasta que apareciero­n sus huesos, y se comprobó que eran los del monarca medieval a través del ADN del único descendien­te por línea materna que se pudo encontrar, un carpintero canadiense que reside en Londres.

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UNIVERSIDA­D DE LEICESTER / AP En un parking. Los restos de Ricardo III, último rey de la dinastía Plantagene­t, fueron hallados hace dos años en un parking de Leicester

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