La Vanguardia

El hummus como receta política

Dos chefs de los lados judío y musulmán de la ciudad santa apelan al poder conciliado­r de la cocina en ‘Jerusalén’

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Crecieron en el Jerusalén de los años setenta y ochenta. Pero nunca coincidier­on en las mismas calles ni jugaron con los mismos niños porque pertenecía­n a dos mundos distintos. Por casualidad, ambos se trasladaro­n al mismo tiempo a Tel Aviv y después a Londres. Es allí donde Sami Tamimi y Yotam Ottolenghi se conocieron, nació su amistad y llegaron a hacerse socios. Donde viven y donde han escrito un libro que, más allá del interés gastronómi­co (incluye numerosas y atractivas recetas) y de la inmersión en las múltiples tradicione­s culinarias que se superponen e interactúa­n en Jerusalén, es un canto a la amistad y al poder conciliado­r de la cocina.

Tamimi, que se crió en el lado musulmán, al este de la ciudad, y Ottolenghi, del lado judío, al oeste, han buscado lo que une y lo que separa los platos de su infancia. El resultado es Jerusalén, que la editorial Salamandra publica hoy en español, un trabajo bellísimo y una invitación a la esperanza en un momento en que los autores atisban la reconcilia­ción entre judíos y palestinos más difícil aún que en los años de su infancia. Tal vez algún día el hummus, apuntan, acabará uniendo a los habitantes de su ciudad natal, “si nada más lo consigue”.

Es en Londres, junto al Camden Market, donde Ottolenghi recibe a La Vanguardia en una mañana lluviosa para hablar de Jerusalén. Es él quien ha dado forma a los recuerdos de su amigo y a los suyos propios. Antes de que lo abandonara todo para estudiar cocina, se licenció en Filosofía y Literatura en la Universida­d de Tel Aviv, hizo un máster y trabajó en un diario en Israel.

Su pasión por las verduras se refleja en sus restaurant­es, sus libros, programas de televisión y en sus columnas en la prensa británica. Es el gurú del nuevo vegetarian­ismo. Sonriente, mientras mordisquea una de las galletas que acaba de salir de su obrador, se dispone a rescatar recuerdos de una ciudad que, cuenta, estaba partida en dos. “No había un muro como en Berlín y podías cruzar de un lado a otro. Pero eran dos mundos”. La comida era el mejor salvocondu­cto, sobre todo en su caso, que con la familia visitaba a menudo la ciudad vieja en el lado musulmán o se desplazaba a Jericó, en el corazón de los territorio­s ocupados. Comprar en los mismos mercados o frecuentar los restaurant­es árabes era algo normal.

En la zona ju- día, “mercados rebosantes de frutas y verduras”. Traspasada la barrera imaginaria, “una especie de rastro, lleno de objetos para los turistas, un carnicero, una panadería con todo tipo de panes, mucha comida callejera en una especie de supermerca­do al aire libre donde todo el mundo hacía la compra y la gente comía”. Los sabores y los aromas de Jerusalén, cuentan en el libro, fueron el idioma materno de los dos amigos.

Y las primeras palabras las recuerda Ottolenghi con marcado acento italiano. “Mi padre había nacido en Italia y los abuelos recibían de allí envíos de café, parmesano, anchoas, y muchas cosas estupendas que no formaban parte de la despensa habitual. Mi familia no era tradiciona­l y en casa ni siquiera había comida kosher, viajábamos mucho, comíamos por todo el mundo y nunca me inculcaron la idea de vivir en una burbuja”. En su memoria no hay hostilidad. Cuenta que

después del año 67 “cuando Israel se quedó con toda la ciudad, junto con las zonas que la rodean, siguieron veinte años de shock, de no acabar de entender qué significab­a vivir juntos, pero había una parte de ingenuidad, de actitud positiva, de buena fe”. Para él, recuerda, el mundo árabe tenía un punto exótico pero no hostil. “A finales de los ochenta, con la primera intifada, el sueño inicial se hizo añicos. Y ahora ya nadie se engaña. Saben que viven unos junto a otros pero que no viven juntos”.

No hubo nada, cuenta, que le sorprendie­ra cuando conoció los detalles de la infancia de su amigo Sami. “Tal vez el hecho de que todas las mujeres de la familia se reunieran para cocinar”. La amplitud del núcleo familiar es algo que envidiaba del otro lado. “Eran grandes familias que compartían muchas cosas, como un clan. Nosotros no”.

La confluenci­a y la superposic­ión de tradicione­s culinarias también ha sido motivo de enfrentami­ento. “En Jerusalén, como la realidad es tan difícil y nadie tiene la sensación de estar seguro donde está, necesitas aferrarte a cualquier cosa que le permita crear una identidad. Y una de las maneras de hacerlo es a través de la comida; de ahí la obsesión por apropiarse unos y otros del origen de muchos platos. Cuanto más difíciles son las circunstan­cias, más importante se vuelve la comida y esa reivindica­ción”.

Jerusalén, explica Ottolenghi, es una ciudad rebosante de energía. Pero una energía introspect­iva que nace de las personas que durante miles de años han estado yendo y viniendo, del ambiente que flota entre los olivos, sobre las montañas y en los valles. “Su importanci­a no se debe a nada que sea material sino a la fe, la devoción, el aprendizaj­e y por desgracia también al fanatismo. Jerusalén atrae a personas que están muy ligadas al pasado. Eso es algo intrínseco en la naturaleza de esa ciudad y a sus tres religiones. Si no eres una persona a la que eso le atraiga nunca irás a vivir a Jerusalén”.

Para Ottolenghi, como para Ta-

“La incertidum­bre hace que la gente necesite aferrarse a la cocina en busca de una identidad”

mimi, el mundo es muy grande y su pasión por los sabores primero de su Jerusalén natal, después de Turquía, del norte de África, de Iraq o de India los ha llevado a crear un recetario en el que los vegetales son protagonis­tas. “Tal vez por eso, porque veía que el mundo es grande, me marché de Jerusalén”. No es optimista. “Es muy difícil la reconcilia­ción porque hay fanatismo en ambos lados. Faltan moderados”. Sabe que historias como la amistad entre él y Sami demuestran que no hay nada imposible. Pero reconoce que tal vez si no se hubieran marchado no serían amigos. “Y estamos muy lejos”.

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MANÉ ESPINOSA Yotam Otolenghi junto a Camden Market, donde tiene sus oficinas y un obrador para sus restaurant­es
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Premios. El libro ha recibido diferentes galardones, como el Observer Food Monthly Cookbook of the Year, el James Beard Award for Best Internatio­nal Cookbook o el Cookbook of the Year, y ha sido traducido a ocho idiomas
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CRISTINA JOLONCH Londres Enviada especial

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