Lluvia y fatalidad
Fulgencio Argüelles evoca el fatalismo rural en ‘No encuentro mi cara en el espejo’
El escritor asturiano Fulgencio Argüelles narra en su última novela, No encuentro mi cara en el espejo, situaciones en las que el martirio de la llovizna perpetua da paso a la violencia tormentosa, en un mundo en el que pesa la desesperanza y vive bajo un latente fatalismo que todo lo inunda.
La obra literaria del escritor Fulgencio Argüelles (Aller, Asturias, 1955) no puede escapar del ánimo empapado de un escritor de los valles interiores de Asturias, hostigados por la terquedad de la lluvia y amilanados por el muro de montañas que se elevan para proteger a la meseta de la humedad. Sin embargo, en su última novela, No encuentro mi cara en el espejo (Acantilado), va un paso más allá y el martirio de la llovizna perpetua da paso a la violencia tormentosa. “Es cierto que empiezo la novela con una tormen- ta, cuando lo común en Asturias es la lluvia persistente. Pero es una tormenta poderosa que expresa todo aquello que nos viene dado, que procede de fuera, que nos envía el cielo, que no podemos controlar y que nos desbarata”. La obra de Fulgencio Argüelles, desde su ya lejana Letanías de lluvia (Alfaguara, 1993, premio Azorín de novela), está indisolublemente vinculada a la oralidad de la vida rural de antaño. “Esa cercanía con la naturaleza y con el clima es también propia del campo y del mundo de antes, porque hoy tenemos más pertrechos contra la acción del clima”, relata Argüelles a este diario. En ese mundo, pesa la desesperanza y un latente fatalismo que todo lo inunda. “La desesperanza la viví siempre en aquel mundo. Empezando por el cotidiano y prosaico no llegar a fin de mes, que te impide pensar en otras cosas. Por ejemplo, te impide pensar en el mes siguiente”. Y en cuanto al destino, que se abate como una condena sobre los pensamientos de los personajes de No encuentro mi cara en el espejo, Argüelles lo atribuye a su potencia en el acervo. “Evidentemente yo creo en el azar, no en el destino. Pero esa sensación de que todo está escrito, de que hagas lo que hagas las cosas ocurrirán de una forma determinada, habita hasta en las coletillas del lenguaje común, expresiones como ‘estaba visto’, ‘ahí era dónde la debía’, o ‘no era su hora’, son una muestra de cómo ha penetrado esa sensación de que todo está fijado”. La responsabilidad recae en el narrador, pues el deber del narrador es poner orden en el mundo.
He ahí la clave de la conformación del discurso literario de Argüelles: “A mí nunca me interesaron las realidades objetivas, sino cómo las personas viven esas realidades. Hay quien llama a eso realismo mágico porque los hombres siempre interpretan el mundo de manera mágica, de forma mucho más evidente antes que ahora, y en el mundo rural más que en el urbano”. Destino y magia son respuesta a las preguntas últimas: “A veces parece que en ese mundo rural vivían al margen de las grandes cuestiones, pero no es cierto”.
Y esa certidumbre se traduce en una formulación estilística muy concreta: “Esa visión sobre lo real la viví desde pequeño, so- bre todo con mi abuela, que siempre interpretaba para mí el mundo de ese modo. La literatura es memoria y por tanto, infancia. Ahí está el origen de todos nosotros, contenido en nuestra infancia, y de ahí surge toda esa tradi- ción oral, esa forma de expresar el mundo, y también esa sensación de desesperanza, de pesadez y de aplastamiento”, que se traduce en un uso medido del lenguaje, de naturaleza musical –emanado de lo oral, por tanto–, en el que las armonías de todo ese verdor oscuro y húmedo parecen invocar a Mahler. “La oralidad manifiesta en mis novelas reside en la manera de contar, en la escasez de signos de puntuación, pero también en el ritmo y el sonido. Cuando doy con la frase adecuada también necesito que suena bien, porque las historias contadas reiteradamente acaban casi convertidas en música, de ahí los versos de los ciegos o los copleros”. Era importante para una obra, ambientada en la preguerra civil, pues el corazón de la novela habían de ser las voces y los argumentos: “Me interesaba el poder de la conversación, por eso elegí ese momento, un mundo dividido donde sentar a un maestro y a un cura a conversar”.
“La creencia en el destino está presente hasta en las coletillas del lenguaje común”, explica Argüelles