La Vanguardia

Voz blanca, alma negra

- J. TURTÓS, crítico musical Jordi Turtós

Una voz que nace en el corazón y se rompe en la garganta”, decía José María Pallardó desde Radio Juventud de Barcelona, en aquellos programas de principios de los setenta que educaron musical y sentimenta­lmente a la generación que creció en la cultura del rock, que se miraba en el espejo del alma más negra del soul y del rhythm & blues.

Allí Joe Cocker era uno de los grandes, posiblemen­te la pareja de Janis Joplin en aquel juego de jugar a ser negro en una sociedad blanca, anglosajon­a, que empezaba a descubrir que la minoría negra estaba creciendo, que había alcanzado la clase media y aspiraba a la universida­d.

Joe Cocker cantaba entonces With A Little Help From My Friends o She Came Trough The Bathroom Window, de Los Beatles, y levantaba catedrales de soul blanco como Black Eyed Blues al lado de su amigo Chris Stainton (otro de los superdota- dos a la hora de abordar la música negra desde la orilla blanca); Cocker se movía epiléptica­mente en el escenario y fascinaba a quien se pusiera delante al tiempo que inventaba una manera de reinterpre­tar la música negra. A su lado, tocando con él, músicos que se alimentaba­n del rock americano, california­no y sureño, con la vista puesta en las raíces bien negras de las que todos bebían y con las que definían el sonido de los setenta: Leon Russell, Don Preston, Carl Radle, Kim Gordon, Jim Keltner, Bobby Keys, Jimmy Page, Steve Winwood, Henry McCullogh… Músicos que construyer­on un sonido y una época y que ahora sólo son recorda- dos en los obituarios de rigor.

Grande fue Joe Cocker hasta que el paso del tiempo, las modas y la voz lo permitiero­n. Resucitó con el memorable You Can Leave Your Hat On de otro de los grandes de la música americana, Randy Newman, gracias a las nueve semanas y media que pasaron juntos en el cine Kim Bassinger y Mickey Rourke. Después pasó de los conciertos a las galas y con ellas se diluyó el carisma, quizás también la voz, pero lo peor fueron la ausencia de canciones nuevas y la obligación de deberse a las versiones con las que recrear tiempos mejores. Cruel el destino del rock desde el día que creyó que lo más importante era mo- rir joven y dejar un cadáver juvenil y lustroso. Aquellos a los que les tocó llegar a los 30, los 40, los 50… ganar kilos y perder cabello, pagaron una factura alta, unas veces injusta, otras merecida. Cocker lo intentó hasta bien entrados los noventa, pero no pudo ser más que un reflejo de sí mismo, un recuerdo de un tiempo mejor, demasiado bueno para un viejo que acumulaba años (vivir en la acepción más prosaica) muchos años.

El rock es una cultura que no perdona envejecer siendo fiel a unos principios, una tradición, una memoria que aún requiere de un cierto paso del tiempo para ser vista como lo que fue y es: música popular.

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