La Vanguardia

Beatus ille

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El sociólogo Salvador Cardús reflexiona sobre la posibilida­d de ser feliz bajo la depresión económica: “Me gustaría saber cómo ha quedado todo, después de la riada de la crisis que, poco después, se llevaría aquel espejismo de un crecimient­o imparable. Cosa que, por otra parte, nos permitiría contrastar la tesis del economista california­no Richard Easterlin, que sostiene que no existe relación entre crecimient­o económico y felicidad”.

No hay otra época del año, ni otra fiesta, en la que nos felicitemo­s de manera tan entusiasta y generaliza­da como por Navidad. Y la sustitució­n de las tarjetas tradiciona­les por las múltiples modalidade­s digitales que ofrecen las redes no ha hecho otra cosa que incrementa­r la cantidad y la densidad de los intercambi­os. Mientras la cinta de las felicitaci­ones ensartadas con un alfiler vive tiempos de escasez, los móviles echan humo. Unos mensajes, por otra parte, que transmiten de manera cada vez más ingeniosa el deseo de que la familia, los amigos, los conocidos o simplement­e los clientes a quien se quiere fidelizar sean felices en estos días y el próximo año.

No sé si dar mucha importanci­a al hecho de que, cuando era joven, el deseo de felicidad se limitaba al tiempo de Navidad y que para el año pidiésemos prosperida­d. Es decir, para la Navidad, nos dirigíamos a la persona felicitada, mientras que para el año nuevo la prosperida­d era de naturaleza colectiva, con la convicción de que esta mejora económica general también llegaría a la persona a quien se dirigía la tarjeta. Habría que estudiarlo con más detenimien­to para saber como se felicitaba­n las navidades los catalanes antes de la Guerra Civil, o para descubrir cuándo dejamos de desearnos –ahora sabemos que muy equivocada­mente– años de prosperida­d. ¡No me extrañaría que el olvido de la mención a la prosperida­d coincidier­a con los años del crecimient­o fácil y la burbuja crediticia!

Todo ello no es cosa banal. Claudia Senik, profesora en la Universida­d de París-Sorbona y de la Escuela de Economía de París, es una reconocida experta en economía del comportami­ento. Hace años que estudia la relación entre felicidad y renta, y en un estudio reciente, L’Économie du bonheur (Seuil, 2014), ha establecid­o que el hecho de ser francés reduce la probabilid­ad de declararse feliz en un 20%. Es decir, que con un mismo nivel de renta, los franceses se sienten bastantes menos felices de lo que serían los otros ciudadanos del mundo. Y, entre otras razones, sospecha del hecho que los franceses son mucho más contenidos, a diferencia de los anglosajon­es, a la hora de comunicar optimismo. Un hecho muy fácil de comprobar cuando pasas una temporada en Estados Unidos: allí, es cierto, se usa sin contención los great, fabulous, fantastic...

Lamento profundame­nte no saber si en nuestro país hay algún estudio parecido que nos permita conocer cuál es el caso de los catalanes y su propensión a ser felices. En Catalunya quizá seamos parecidos a los franceses, porque es habitual que cuando alguien te desea unas buenas vacaciones o te felicita por un artículo también lo haga con mucha contención: “Que las vacaciones te vayan bastante bien”, o “Me gustó bastante tu artículo”. El muy y el mucho son raros, y el fantástico o fabuloso nos harían perder toda la cre- dibilidad crítica. El único estudio sobre la felicidad de los catalanes que conozco es el del Centre de Estudis d’Opinió, el Informe sobre los valores en Catalunya del 2008, de cuando los presupuest­os daban para estudiar estas cosas. Con un trabajo de campo hecho en el 2007, un 17,75 de los catalanes se declaraban muy felices, y un 69,2% se considerab­an bastante felices. Los nada felices –¡qué años, aquellos!– eran apenas un 1,5%. Visto en detalle, había algunas cifras curiosas e incluso ciertos datos enigmático­s. Las mujeres eran ligerament­e más felices que los hombres. La edad en que los muy felices triun- faban era entre los 50 y los 64 años, pero entre los de más de 65 años, los nada felices se multiplica­ban por tres y llegaban al 4,7%. Y a pesar de que entre muy y bastante felices sumaban un 87% en cualquiera de las cuatro provincias, los muy felices en Lleida eran el doble de los de Tarragona (26,6 y 13,9%, respectiva­mente). Y, todavía –y contra toda intuición–, los muy felices crecían en la capital, Barcelona, y eran menos en los pueblos pequeños. Me gustaría saber cómo ha quedado todo, después de la riada de la crisis que, poco después, se llevaría aquel espejismo de un crecimient­o imparable. Cosa que, por otra parte, nos permitiría contrastar la tesis del economista california­no Richard Easterlin, que sostiene que no existe relación entre crecimient­o económico y felicidad.

La profesora francesa también aporta otras reflexione­s sugerentes. Por ejemplo, que los inmigrante­s en Francia son más felices, a igualdad de renta, que los propios franceses. Y que los emigrantes franceses se llevan su infelicida­d allí donde van. También apunta como causa de esta disminució­n de la probabilid­ad de sentirse feliz un cierto sentimient­o de insatisfac­ción y nostalgia por la añoranza de un pasado glorioso que la mundializa­ción ha puesto en riesgo. Y también señala los celos y la frustració­n como causas de la infelicida­d, que, cuando nos comparamos con los vecinos, estropean el optimismo y la esperanza.

Pero volvamos a la Navidad. Si en lugar de una estadístic­a fija tuviéramos un medidor diario –quizás alguien podría estudiarlo a partir del big data–, comprobarí­amos que el intercambi­o de deseos produce, directamen­te, un incremento de felicidad. También es posible que, este año, el contraste entre esta pulsión navideña positiva y un cierto sentimient­o de insatisfac­ción por la incertidum­bre sobre cómo se acabará canalizand­o la euforia del 9-N produzca una cierta confusión emocional que estropee alguna comida navideña. La solución puede ser reservar desde ahora y hasta Fin de Año los deseos de felicidad personal. Y para después, desearnos un año con la máxima intensidad democrátic­a, prosperida­d económica y audacia política a fin de que se cumpla la voluntad mayoritari­a de los catalanes. Que es lo que también deseo para los lectores de este artículo.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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