Un santo navarro en Goa
En este preciso instante una larga cola de indios desfila ante el cuerpo no del todo incorrupto de Francisco Javier, en la esplendorosa catedral de Goa. Llevan así desde el 22 de noviembre y así continuarán hasta el 4 de enero, cuando termine la exhibición de las reliquias del santo navarro, que se celebra una vez cada diez años –desde 1964– y que atrae a millones de peregrinos, no necesariamente cristianos.
Sin embargo, el visitante más esperado, Francisco, descartó hace ya meses su visita y en su lugar viajará a Sri Lanka en enero. El Papa jesuita evita así el Hindustán de Narendra Modi, en el que el recelo ante las conversiones, atizado por el Gobierno, ha paralizado el Senado durante una semana.
Malos tiempos, pues, para reivindicar al patrón de las misiones, Francisco de Javier, atleta de la fe católica al que se le cansaban las manos de tanto bautizar pescadores indios, hace cinco siglos. El cofundador de la Compañía de Jesús, curtido también en las Molucas o Japón, se disponía a entrar en la China vedada cuando le sorprendió la muerte. Si extraordinario fue su rumbo vital, más rocambolesco aún sería su itinerario como cadáver, enterrado y desenterrado y siempre fresco: en la isla de Sancián, en Malaca y finalmente, en Goa, que tanto los portugueses como el misionero querían convertir en la Roma de Oriente.
Empezaba a circular el dicho de quem viu Goa escusa de ver Lisboa, aunque dos siglos después sólo quedarían en pie una docena de iglesias imponentes en un erial. Entre ellas, la del Bom Jesús, en la que –fuera de estos 40 días de exposición– es posible vislumbrar el perfil de Francisco Javier, encaramado desde el siglo XVII, en su sarcófago de plata labrada, en un mausoleo florentino de mármol. No está entero: un brazo fue mandado hace siglos a Roma para que el Papa constatara “el milagro”. Antes, una peregrina hambrienta de reliquias le había arrancado de un mordisco un dedo del pie.
Mucho antes de que Lenin, Mao u Ho Chi Minh se vieran privados del eterno des- canso por sus epígonos embalsamadores, Francisco Javier ya estaba allí. Y para asegurarse de que estaba de verdad –de que la disuelta orden de los jesuitas no se lo había llevado– empezó la tradición de mostrarlo, un día de 1782. La exposición se fue repitiendo durante los siguientes 180 años, con intervalos desiguales, a veces con décadas de distancia. En el cuarto centenario de su muerte, en 1952, pudo ser besado por última vez. Ahí el olor de santidad puso fin a la necrofílica devoción y se selló el sarcófago.
Cuando Goa ya estaba perdida, en 1961, el dictador Salazar volvió a exponerlo, para levantar la moral o a la espera de un milagro que no se produjo. Al parecer dio otra orden, la de repatriar a Portugal sus restos, desobedecida por el gobernador para alivio de generaciones venideras de goanos, sedentarios y de la diáspora, que estos días acuden en tropel al que han convertido en Goencho Saib, patrón de Goa.
Uno de cada cuatro goanos es aún católico (habían sido el 50%) medio siglo después del fin de la colonización portuguesa, que duró 450 años. El jesuita papa Francisco viaja a Sri Lanka para canonizar a un santo goano, José Vaz, que mantuvo el catolicismo en la antigua Ceilán bajo la persecución holandesa.
Mientras, en Delhi, donde hace un par de semanas se incendió una iglesia católica, se prepara una concentración multitudinaria para el día de Navidad en apoyo a la “reconversión” de cristianos y musulmanes al hinduismo. Una contraprogramación, tal vez, a la visita papal que nunca se produjo por parte de los sectores más radicales del chovinismo hindú que copa el poder en Nueva Delhi y Goa. Basta decir que el Gobierno de Modi tal vez sea el primero en la historia de India en el que ni una sola de las carteras ministeriales (hay más de 70) ha sido adjudicada a un cristiano (2,5% de la población).
Los restos del cofundador de la Compañía de Jesús se exponen cada diez años ante millones de fieles