La Vanguardia

La Nochebuena

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Aunque ya no se crea en casi nada, y los inviernos se sucedan a capricho con un manto de niebla o más soleados que de costumbre, esta noche se sentará a la mesa un chispazo de recuerdo, o todo lo contrario, la memoria lenta merodeará entre las sobras del plato. ¡Cómo no vamos a alterar el relato de lo vivido! Hábiles que somos retocando el pasado –según las fotos que conservamo­s, o la película de super 8 donde saludamos disfrazado­s de pastorcill­os–, permanece intacta la sensación de que pequeños momentos, a primera vista insustanci­ales, han acabado formando parte de las cosas más importante­s de nuestra vida.

De niños, contábamos con los dedos de la mano cuántos días faltaban para Navidad. No sólo por los regalos, aunque en gran parte fuera por ellos. La casa olía de otra manera; la cocina se perfumaba con sus manjares más nobles y el abeto reverdecía el comedor. El bullicio entraba con buen acomodo. Las familias no pueden quedarse en silencio en Navidad a no ser que un mal fario sobrevuele la mesa. Ya de adolescent­es, un hastío tan empalagoso como los polvorones nos hacía enmudecer tras la larga cena, pero, en lugar de rebelarnos, nos quedábamos embobados ante el fuego, sacando al hombre o a la mujer de la edad de piedra que llevamos dentro. Lo hacíamos por los padres, nos decíamos, jugando a ser adultos. Y a pesar de que resultara engorroso, no osábamos saltarnos la tradición ya que unos hilos invisibles nos cosían a ella. De jóvenes, organizába­mos viajes para escapar de la sobredosis de ponsetias y muérdago, pero casi siempre a partir del día 26, incapaces de violar esa fecha en que inexcusabl­emente los vivos recuerdan a los muertos con las mejillas encendidas de pasado, vino y chimenea.

Ahora, de mayores, decimos que lo hacemos sobre todo por los hijos. Nos movemos con soltura y variamos la tradición. En Spotify figura incluso como subgénero el de “Navidad jazz”, que tan bien decora cualquier estancia. Elegiremos In a sentimenta­l mood, por Duke Ellington y John Coltrane, en lugar del latoso Merry Christmas, y encenderem­os velas de naranja y canela, que alguien convino en que es el aroma navideño por antonomasi­a, y por tanto temporal, igual que los turrones. Puede que algún familiar se vista de Papá Noel o deje alguna señal de presencia sobrehuman­a junto a los paquetes de regalos. Aun así, algún niño en un rapto de lucidez se cuestionar­á acerca del don de la ubicuidad: cómo es posible que pueda estar en todas las casas del mundo a la vez. Mientras, nosotros sonreiremo­s complacido­s y sabremos que en verdad no cumplimos la tradición ni por los padres ni por los hijos, ni tan siquiera por los regalos o el guirlache, sino por nosotros mismos.

No cumplimos la tradición ni por los padres ni por los hijos, ni tan siquiera por los regalos, sino por nosotros mismos

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