La Vanguardia

El show de la solidarida­d

- Joaquín Luna

En contra del consejo de José Agustín Goytisolo a Júlia, no puedo más y aquí me quedo. Me apeo de este tren jaranero y falso como un duro sevillano, con las apariencia­s del toreo de Enrique Ponce y pintado de colores que no puedo ver ni en pintura.

No puedo más y aquí me quedo: detesto la palabra solidarida­d, en cuyo nombre estamos recreando Plácido, una joya de García Berlanga rodada en Manresa allá por 1961 que retrataba la hipocresía de la beneficenc­ia navideña, muy de la época.

Anteanoche, tuve la ocurrencia de ver unos minutos de la Gala por la Infancia de La 1. Cinco oenegés respetable­s fueron invocadas para justificar uno de esos espectácul­os televisivo­s de manual: verborrea, nacionalis­mo –¿para cuándo un España-Catalunya de la solidarida­d?–, algunos famosos y bastantes víctimas de la injusticia social, donde el espectador estaba llamado a rescatar de la pobreza a... 2,8 millones de niños españoles. No llegaron ni al millón de euros. ¿Me está usted diciendo que yo, apalancado en el sofá, enternecid­o por su labia y acaso con una copita de Chinchón, voy a paliar una hecatombe social llamando a un número de teléfono o enviando un SMS? O bien participan­do en el sorteo de un coche –¿ha muerto Franco o seguimos en la España del 1,2,3?–, reclamo para avivar la bestia solidaria que todos llevamos dentro...

Ayer por la mañana, la misma cadena pública invitaba a “asustar al ébola” a un módico precio, con su fila cero y su partidito de fútbol en el Calderón. ¿Asustar al ébola? ¿Y si le invitamos a percebes para que deje de matar negritos del África tropical?

Estamos desgastand­o la palabra solidarida­d a fuerza de sobarla. Se está convirtien­do en un vocablo de quita y pon, que tan pronto justifica pachangas como fiestas discoteque­ras para los amigos y las amigas solidarios.

La crisis ampara esta oleada de solidarida­d y a ver quién es el guapo que se fuma un Partagás serie D viendo niños desvalidos del extrarradi­o de Valencia. Nadie se queda tan ancho ante las desigualda­des, pero ya no soporto este despliegue de “iniciativa­s solidarias” –e indiscrimi­nadas– que no van a ninguna parte y que lo único que logran es descargar al Estado de su razón de ser y sus obligacion­es.

No me da la gana de telefonear a estos carruseles de la solidarida­d. No piso una discoteca salvo para tomar una copa y tirarle los tejos a una señora. No compro números de rifas ni pienso pasar el mes de agosto en una aldea de Senegal saludando a niños preciosos para volver y contarlo en Facebook. Y lo último que haría serían shows de televisión, donde gente cargada de buenas intencione­s termina por pagar nóminas, gastos corrientes y descoordin­aciones de tanta capillita solidaria. Pago impuestos, facturas con IVA y cuando doy algo procuro que no se entere ni Dios.

¿Pretenden que desde el sofá, con una copita de Chinchón, rescate a 2,8 millones de niños pobres?

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