El champán de los Lores
Con caviar y ostras en su menú, la Cámara Alta se niega a comer y beber lo mismo que los simples diputados
Los Lores y los Comunes comparten casa –el Palacio de Westminster– pero representan dos mundos completamente distintos. Los primeros el privilegio, los segundos la democracia. Unos son aristócratas, nobles y obispos de la Iglesia de Inglaterra, algunos con cargo de por vida, otros son vulgares plebeyos que responden a sus electores y cada cuatro o cinco años tienen que someterse al trauma de que el dedo pulgar indique hacia arriba o hacia abajo, y su mandato sea renovado o cancelado. Pero, más importante que eso, hay una cosa fundamental que los separa, y es el servicio de catering del parlamento. En los bares de la Cámara de los Lores se bebe champán francés Krug (a mil euros la botella) con toda naturalidad, y un Veuve Clicquot o Moët & Chandon tiene más o menos la consideración del agua del grifo. Y en los restaurantes se puede conseguir caviar de beluga por el salario mínimo de un trabajador de la construcción, o disfrutar un solomillo con foie o una langosta thermidor viendo pasar las bar- cazas por las aguas del Támesis. Es una cuestión de clase.
En la Cámara de los Comunes las cosas son diferentes. Para empezar, todo es self-service. Y las vistas, con un poco de suerte, no son de los barcos de turistas sino de los ratones que salen de sus agujeros en busca de apetitosos restos de queso. Hay goteras en el techo, y en los urinarios es frecuente encontrarse con el cartel de “no funciona”. En cuanto a la comida, simples ensaladas, bocatas o currys calentados en el microondas. Y el vino, un tempranillo de Castilla-La Mancha, o un caldo peleón del LanguedocRoussillon, porque los representantes del pueblo, al contrario que los Lores, no tienen paladar para apreciar un Chateau Rayas del Ródano o un Henschke Hill australiano a dos mil euros la botella, y no digamos un Scream Eagle californiano de producción limitada a veinte mil. De champán, por supuesto, nada. Cava o prosecco.
Es lógico, por tanto, que Sus Señorías se hayan rebelado ante el plan del Gobierno para fusionar los servicios de catering de las cámaras Alta y Baja del parlamento con el fin de ahorrar unos milloncejos dentro del prevalente espíritu de austeridad. ¡A dónde íbamos a ir a parar! Porque una cosa es que los diputados manipulen sus notas de gastos y cobren al contribuyente hasta la caseta del perro, o que den una imagen de vulgaridad insultándose y pegándose a mamporros en los bares de Westminster, y otra muy distinta que pretendan imponer sus distribuidores de alimentos y bebidas a los Lores.
La Cámara Alta, cuya reforma es un tema inagotable de debate político y que básicamente sirve para refrendar las decisiones de los Comunes, examinar con más profundidad las propuestas de ley del Gobierno y premiar con cargos bien pagados a exprimeros ministros y mecenas de los partidos, gasta anualmente 1.7 millones de euros en el servicio de catering, incluidas 17.000 botellas de champán con un coste de 300.000 euros (un promedio de cinco por lord, altamente subvencionadas, lo cual permite zamparse un Louis Roederer vintage como quien se toma un agua de Vichy)
Pero en las bodegas, alarmantemente, sólo quedan en este momento 380 botellas con un valor total de menos de 10.000 euros, porque todas las mejores ya han sido convenientemente liquidadas con opíparos almuerzos y cenas, o en las largas veladas que se extienden al humo de los cigarros habanos hasta altas horas de la madrugada. Cuando los lores bajan a Londres desde sus castillos, iglesias o mansiones, no es cuestión de conformarse con una hamburguesa y meterse en la cama temprano, mucho mejor hablar de altas cuestiones de Estado hasta que canta el gallo, con buenos vinos sobre la mesa. Así que hay que renovar el
stock, y para ello confían en sus propios distribuidores, no en los de los Comunes.