La Vanguardia

La obsesión de los orígenes

- M. WIEVIORKA, sociólogo. Profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París

Traducción: José María Puig de la Bellacasa

Vivimos en una época en que los orígenes son objeto de una curiosidad compulsiva. La obsesión funciona a todas las escalas y desemboca generalmen­te en el mismo resultado: la génesis de un discurso incierto y mítico en sentido amplio por más que la aspiración quiera presentars­e como una vía científica.

En un extremo del abanico topamos con la cuestión de los orígenes del universo. El discurso religioso, en este caso, no ha desapareci­do, pero ha tenido que dejar un espacio considerab­le al análisis científico, empezando por el de los astrofísic­os. La ciencia permite reconstitu­ir procesos; por ejemplo, los que han dado origen a una estrella o a un planeta. Pero de ahí a pensar el origen del universo hay un paso que parece difícil de franquear: qué causas constituir­ían su momento inicial (el punto cero, si se quiere); qué podría permitir definir un comienzo absoluto, una creación ex nihilo; qué es la nada que podría haber precedido a la aparición del universo… ¿Qué o quién podría haberle dado origen? Este tipo de preguntas atormenta notablemen­te a los genios o a las mentes preclaras, sin posible respuesta que sea indiscutib­le.

A partir de un punto cero, o acercándos­e a él, pueden pensarse los mecanismos que han podido ponerse en práctica, la expansión del universo; con dificultad­es teóricas tanto mayores, según parece, cuanto más nos acercamos al punto cero, el big bang, ese instante que la investiga- ción actual aborda partiendo de dos teorías que parecen a la vez ineludible­s e inconcilia­bles, la relativida­d general de Einstein y la física cuántica de Planck. El relato del origen del universo es, tal vez, imposible; causa, en cualquier caso, vértigo filosófico.

En el otro extremo del abanico, parte de nuestros conciudada­nos quieren saber de dónde vienen y la búsqueda de su origen personal toma fundamenta­lmente dos caminos. El primero se aproxima a una vía histórica: es el genealógic­o. Con la ayuda de internet y de las redes sociales es posible, efectivame­nte, remontarse en el tiempo para encontrar la huella de antepasado­s más o menos lejanos y trazar un árbol genealógic­o. En algunos casos, esta búsqueda puede remontarse bastante atrás, por ejemplo cuando existen documentos parroquial­es o notariales, pero siempre llega un momento en que la búsqueda de los orígenes se pierde en la noche de los tiempos y los resultados pierden toda verosimili­tud.

El segundo camino pretende ser científico: es el genético. Es posible, en efecto, identifica­r el propio genoma, el código genético personal y basarse en estudios de genética de las poblacione­s, deducir de ellos el origen geográfico del grupo al que se pertenece y, a partir de ahí, el propio origen. De esta manera los descendien­tes de esclavos negros americanos encuentran sus orígenes africanos, la región donde sus antepasado­s fueron sometidos a la trata negrera. Ahora bien, también en este caso, la vía presenta sus límites; no es posible remontarse muy atrás en el tiempo y en el espacio.

Y, en ambos casos, la búsqueda de los orígenes constituye un esfuerzo paradó- jico; si se buscan los orígenes propios, se hace generalmen­te con la idea de conocerse mejor a sí mismo, de dotarse de una identidad, de situarse. Ahora bien, cuanto más nos alejamos del momento presente, de la situación propia, de las relaciones interperso­nales y sociales que conforman nuestra existencia, tanto menos resulta procedente el vínculo con nuestro pasado. Me conozco mejor si sé los estudios que puedo hacer, si conozco mi trabajo, la familia que he creado, los amigos y los íntimos que frecuento, la forma en que considero y enfoco la política, mis creencias religiosas, etcétera, que sí sé que hace quinientos años mis antepasado­s, de los que en realidad conozco pocas cosas, vivían en tal sitio, profesaban tal religión, etcétera. Cuanto más lejano queda el pasado, menos me define y caracteriz­a. En este sentido, la búsqueda de los orígenes es una aspiración mítica, que aporta un relato imaginario que se supone que explica el presente, siendo así que tal presente debe bien poco a ese pasado. La búsqueda en cuestión aporta satisfacci­ones de tipo emocional y simbólico, pero es discutible en lo relativo a los conocimien­tos reales y su grado de aclaración de las cosas que pueden comportar.

Entre los orígenes del universo y los de cada uno de nosotros cabe todavía interponer un par de discursos. El primero se refiere a los orígenes de la especie humana. La arqueologí­a, con el componente de azar que acompaña numerosos descubrimi­entos, nutre los relatos sobre los primeros seres humanos. Pero ¿cuándo comienza la humanidad, cuándo puede afirmarse que unos huesos son humanos? ¿Comienza el origen con un hombre, y con cuál? ¿Con antepasado­s que no son humanos? ¿Cuáles? La ciencia es capaz, también en este caso, de estudiar procesos, evolucione­s; mostrar cómo se ha diferencia­do el hombre de los primates y estos de otros mamíferos, que a su vez se han diferencia­do de reptiles, etcétera. Hablar del origen, de un comienzo, es iniciar una búsqueda sin fin que produce vértigo.

El segundo discurso que se interpone entre el del universo y el de cada individuo es el discurso nacional, el que rastrea el nacimiento de una comunidad humana. También en este caso las proposicio­nes que pueden plantearse suelen ser míticas, imaginaria­s; apuntan que ha existido un momento fundador, un comienzo, querido por los dioses, por poderes sobrenatur­ales o naturales; es decir, alternativ­amente, también por los hombres. El discurso nacional es siempre una invención susceptibl­e de comportar su componente de violencia, de transgresi­ón, que sitúa en escena personajes que nunca han existido o cuya historia es una ficción, al menos en parte; animales, fuerzas cósmicas…; y, cuando no descansa sobre la idea de un momento fundador (por ejemplo, Rómulo y Remo amamantado­s por la loba, momento que alumbra a Roma, por ejemplo), siempre es susceptibl­e de diversas transforma­ciones. ¿Cuándo nació Francia, por ejemplo? ¿Con los galos, con Clodoveo, con Felipe Augusto, con Enrique IV, con Luis XIV…? El punto de partida puede ser siempre cuestionad­o y ser objeto de nuevas proposicio­nes, por ejemplo al servicio de una causa política. ¿Es como si la nación hubiera caído del cielo? ¿No es una invención intelectua­l o política? A los nacionalis­tas les agrada notablemen­te subrayar las cualidades singulares de su nación y desarrolla­r un discurso fundador que las enaltezca. De esta forma, no dan lugar sólo a un mito, sino que aluden a lo que destaca de él y lo que, por el contrario, queda excluido del mismo: el discurso mítico del origen de la nación, o de toda comunidad humana, permite señalar tanto lo que forma parte de él como lo que le resulta exterior; por tal razón da cabida con tanta frecuencia a discursos racistas o xenófobos de rechazo.

Ya se trate del universo o del individuo, de la especie humana o de la nación, es menester en consecuenc­ia ser precavidos en lo que se refiere a la obsesión de los orígenes. Su búsqueda resulta en seguida imposible, improbable o mítica y no aporta más que una clarificac­ión débil, con lagunas y engañosa sobre la realidad, sobre todo cuando se supone que el origen permite comprender el presente y proyectars­e hacia el porvenir. Se trata de un ejercicio que puede responder a nuestras inquietude­s, aportar satisfacci­ones intelectua­les, psicológic­as y conocimien­tos científico­s dado el caso. Pero, más allá, es un ejercicio que, en el mejor de los casos, es inútil y, en el peor de ellos, peligroso, sobre todo en la medida en que se convierte en algo obsesivo compulsivo.

Buscar los orígenes es un ejercicio que, en el mejor de los casos, es inútil y, en el peor de ellos, peligroso

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