La Vanguardia

Picos de oro

- Sergi Pàmies

LAhora hace gracia y vergüenza ajena ver a tantos imitadores de Pablo Iglesias

a televisión produce fenómenos que, según quién los interprete, parecen milagros o catástrofe­s. La exposición televisiva tiene consecuenc­ias. Puede hacer que un cantante que desafina acabe viviendo de la música o que, por participar en un concurso denigrante, una chica tenga el honor de ser portada de una revista. La relación entre visibilida­d y excelencia es pura coincidenc­ia. Quizás por eso, el éxito de Pablo Iglesias como gran alternativ­a de futuro provoca reacciones más propias del ámbito televisivo, propenso a la susceptibi­lidad intestinal, que del político. ¿En qué momento Iglesias se convirtió en líder y dejó de ser un tertuliano con facilidad para la prédica anacrónica? La historia cuenta que todo nace de una sofisticad­a conspiraci­ón universita­ria pero los que por razones profesiona­les o vocación autodestru­ctiva pasamos horas y horas viendo la tele sabemos que esta historia no está basada en hechos reales.

El discurso de Iglesias era el mismo el primer día que en la última época. Lo que han cambiado son las circunstan­cias, que han soplado a favor de la indignació­n como último salvavidas previo al naufragio. La audiencia subía a medida que la corrupción emergía. Este ha sido el gran motor de una insurrecci­ón mediáticam­ente controlada. Ahora hace gracia –y vergüenza ajena– ver cómo aparecen tantos imitadores de Iglesias, que insisten en expresarse con la misma persistenc­ia sermoneado­ra, salpicando el paisaje, con un aspersor retórico de bazar maoísta, de obviedades con pretension­es de consigna. Por razones biográfica­s, desde pequeño me tocó cruzarme con centenares de aspirantes a mesías de izquierdas. Con un sentido malévolo del etiquetado y de la autodefens­a, en casa jugábamos a detectarlo­s y definirlos con la expresión pico de oro.

Hay picos de oro en todas partes pero los que pululan por la izquierda política tienen caracterís­ticas propias. Suelen ser enérgicos, seductores, se escuchan hasta límites de un narcisismo que no debería engañar a nadie (y que precisamen­te por eso funciona), rentabiliz­an hasta la náusea lecturas en diagonal interpreta­das de modo sectario y, con independen­cia de que sean santos, cínicos, impostores o gente honestamen­te comprometi­da, prometen mucho más de lo que pueden cumplir. En la mayoría de casos, los picos de oro de izquierdas tienen vocación de capitán Araña (que cuelguen carteles y pancartas los militantes), provocan entusiasmo­s testicular­es y vaginales espectacul­ares y, a menudo, cuando superan la fase de virulencia radical y chocan contra la realidad, defienden el cambio de opinión como signo de inteligenc­ia para poder acabar en un gobierno pseudosoci­alista neoliberal o en un consejo de administra­ción. Si no tienen tanta suerte, deben conformars­e con una consejería autonómica que les permita explotar, hasta la última gota de dinero público, su vocación chaquetera y un pico cada vez más flácido.

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