Picos de oro
LAhora hace gracia y vergüenza ajena ver a tantos imitadores de Pablo Iglesias
a televisión produce fenómenos que, según quién los interprete, parecen milagros o catástrofes. La exposición televisiva tiene consecuencias. Puede hacer que un cantante que desafina acabe viviendo de la música o que, por participar en un concurso denigrante, una chica tenga el honor de ser portada de una revista. La relación entre visibilidad y excelencia es pura coincidencia. Quizás por eso, el éxito de Pablo Iglesias como gran alternativa de futuro provoca reacciones más propias del ámbito televisivo, propenso a la susceptibilidad intestinal, que del político. ¿En qué momento Iglesias se convirtió en líder y dejó de ser un tertuliano con facilidad para la prédica anacrónica? La historia cuenta que todo nace de una sofisticada conspiración universitaria pero los que por razones profesionales o vocación autodestructiva pasamos horas y horas viendo la tele sabemos que esta historia no está basada en hechos reales.
El discurso de Iglesias era el mismo el primer día que en la última época. Lo que han cambiado son las circunstancias, que han soplado a favor de la indignación como último salvavidas previo al naufragio. La audiencia subía a medida que la corrupción emergía. Este ha sido el gran motor de una insurrección mediáticamente controlada. Ahora hace gracia –y vergüenza ajena– ver cómo aparecen tantos imitadores de Iglesias, que insisten en expresarse con la misma persistencia sermoneadora, salpicando el paisaje, con un aspersor retórico de bazar maoísta, de obviedades con pretensiones de consigna. Por razones biográficas, desde pequeño me tocó cruzarme con centenares de aspirantes a mesías de izquierdas. Con un sentido malévolo del etiquetado y de la autodefensa, en casa jugábamos a detectarlos y definirlos con la expresión pico de oro.
Hay picos de oro en todas partes pero los que pululan por la izquierda política tienen características propias. Suelen ser enérgicos, seductores, se escuchan hasta límites de un narcisismo que no debería engañar a nadie (y que precisamente por eso funciona), rentabilizan hasta la náusea lecturas en diagonal interpretadas de modo sectario y, con independencia de que sean santos, cínicos, impostores o gente honestamente comprometida, prometen mucho más de lo que pueden cumplir. En la mayoría de casos, los picos de oro de izquierdas tienen vocación de capitán Araña (que cuelguen carteles y pancartas los militantes), provocan entusiasmos testiculares y vaginales espectaculares y, a menudo, cuando superan la fase de virulencia radical y chocan contra la realidad, defienden el cambio de opinión como signo de inteligencia para poder acabar en un gobierno pseudosocialista neoliberal o en un consejo de administración. Si no tienen tanta suerte, deben conformarse con una consejería autonómica que les permita explotar, hasta la última gota de dinero público, su vocación chaquetera y un pico cada vez más flácido.