Transparencia en la cocina
En el lenguaje coloquial se suele aludir a la cocina como aquel espacio oscuro y no exento de tensiones en el que se preparan las cosas para después presentarlas en su mejor versión. Pero los cocineros, punta de lanza de nuestra creatividad, están poniendo en jaque este coloquialismo. No son ya pocos los restaurantes en los que disfrutamos del singular espectáculo de la cocina en funcionamiento. Mientras cenamos, observamos los movimientos del chef, sus miradas e instrucciones al resto del equipo... La manipulación de los alimentos y su transformación se nos presentan en barras abiertas o en recintos separados del comedor por una amplia cristalera. Nada esconden estos modernos alquimistas. No les preocupa que observemos los procesos que conducen a la preparación del producto. Creo que todos, tanto en el ámbito privado como en el público, tenemos mucho que aprender de ellos.
En la empresa privada, los progresos en la gestión de datos y del conocimiento permiten compartir, no sólo los productos y servicios finales, sino los procesos de elaboración de los mismos. Cada vez es mayor la demanda de transparencia. Ello obliga a una cocina impoluta y estar muy seguros de la organización interna para que el cliente pueda observarla en cada momento. No sólo se trata de tener códigos éticos y manuales de procedimientos. Hay que compartir la información con nuestros stakeholders. Para las empresas y organizaciones, éste va a ser un factor de competitividad esencial en un futuro muy próximo.
¿Y el sector público? Ese incomprensible furgón de cola de la modernidad es el más necesitado de ello. La así llamada ley de Transparencia (Ley 18/2013, de 9 de diciembre), tal vez el único producto acabado de la acción regeneradora que anunció Mariano Rajoy, empieza su exposición de motivos afirmando que “la transparencia, el acceso a la información pública y las normas de buen gobierno deben ser ejes fundamentales de toda acción política”. Pero tras una afirmación tan clara prosigue un conjunto de normas manifiestamente insuficientes para las demandas de la sociedad española. Y las demandas no pueden ser más justas, pues el oscurantismo y la cocina mugrienta están demasiado presentes en la actuación política de las administraciones, por no hablar de la inmundicia acumulada en las despensas de los partidos.
No creo en ninguna de las fórmulas de salvación que hoy se nos proponen, aquí y allá, y desconfío profundamente de los que se envuelven en la bandera de la patria sin revelarnos qué harán por debajo de esa lustrosa capa. Lo que necesitamos son medidas concretas para limpiar las cocinas del poder. Y de eso encuentro muy poco en las propuestas que nos vienen de Madrid, Barcelona o Sevilla.
La Administración y la empresa deberían aprender de la alta gastronomía: abrir sus ‘cocinas’ a todos