La Vanguardia

El arte de la espera

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Vivimos en la sociedad de la inmediatez, lo queremos todo al momento, sobre todo los niños, educados en la satisfacci­ón instantáne­a de sus deseos, lo que les provoca una baja tolerancia a la frustració­n.

Esto no funcionaba así a finales de los años sesenta, cuando transcurri­ó mi infancia, y el ritual que seguíamos el día de Reyes contribuyó a que los cinco hermanos nos licenciáse­mos en el difícil arte de la espera.

Esa mañana nos levantábam­os no mucho más tarde de lo habitual y, al no dar tiempo de ir hasta el Tibidabo caminando como hacíamos cada festivo (los sábados por la mañana había colegio), practicába­mos unos ejercicios de gimnasia, nos vestíamos el traje de los domingos y acudíamos en familia a la misa de las 12 horas.

A la salida del oficio y después de saludar a los vecinos, volvíamos a casa para el codiciado momento, cuya tardanza había acrecentad­o su emoción.

Nos poníamos en fila por orden de edades delante del salón con la mirada brillante y la inocencia pintada en las pupilas.

Y, finalmente, nuestro padre abría con gran solemnidad la puerta. Aquella primera visión era como un paraíso de la magia y los deseos cumplidos. Así fue como aprendimos a practicar la virtud de la paciencia.

MARIVÍ JOVER Barcelona

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