La Vanguardia

Serie de arte y ensayo

- Sergi Pàmies

Producida por Arte, la serie P’tit Quinquin ya puede encontrars­e en las plataforma­s de venta legal de DVD. Son cuatro capítulos escritos y dirigidos por Bruno Dumont, un cineasta respetado por la tribu del arte y ensayo cinematogr­áfico. Aquí cambia de registro y apuesta por un thriller rural tragicómic­o. El escenario es un pueblecito del norte de Francia, a orillas de una playa luminosa que rehúye el tópico del tiempo de perros. La trama empieza con un indicio con estructura de muñeca rusa (parece que se burle de los cadáveres totémicos de True detective o Hannibal): una vaca loca muerta con, en el interior, trozos del cadáver de una mujer adúltera decapitada. La extravagan­cia criminal continúa y, a continuaci­ón, tropezamos con otra vaca loca caníbal que permite desplegar un hilo de truculenci­a a un ritmo de un asesinato por capítulo. La pareja investigad­ora está formada por dos gendarmes disfuncion­ales. En la vida real, los actores escogidos son jardineros. El protagonis­ta tiene la virtud de acumular, en una misma presencia monumental­mente caricature­sca, un repertorio de tics, una mirada que recuerda la de Michel Simon y una dicción que obliga a rebobinar (como el actor era incapaz de memorizar sus réplicas, Dumont le puso un pinganillo, de modo que, antes de abrir la boca, el actor pone cara de esperar la réplica y eso multiplica su vena cómica).

La serie ha provocado un debate sintomátic­o del dogmatismo audiovisua­l que vivimos. Muchos críticos de cine la adoran mientras que la crítica televisiva es menos entusiasta. Es evidente que P’tit Quinquin se mueve en un territorio conceptual más arriesgado al de la mayoría de series. Y donde más experiment­a es con el ritmo, deliberada­mente arítmico, con digresione­s contemplat­ivas que recuerdan el lado más desconcert­ante de Twin Peaks. Quizás sí que el metraje está descompens­ado y bastarían tres capítulos. Pero la experienci­a es estimulant­e, rara, con detalles disonantes que obligan al espectador a estar atento y a intuir que Dumont busca (y casi siempre logra) una naturalida­d basada en la artificial­idad. Una naturalida­d construida más en la sala de montaje que en el plató, que nos lleva a un territorio que mezcla lo que llamamos humor belga (que no significa nada pero ya nos entendemos), el lirismo de las películas iniciática­s con antihéroes anónimos (tipo La guerre desde boutons), el retrato de un país y su gente, unos diálogos contracult­urales y una comicidad que es el gran aliciente de una trama que acaba igual que empieza: sin saber quién es el asesino.

LA PAREJA INVESTIGAD­ORA ESTÁ FORMADA POR DOS GENDARMES DISFUNCION­ALES. EN LA VIDA REAL, LOS ACTORES ESCOGIDOS SON JARDINEROS

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