Mil caras y una voz en un millón
LA ACTRIZ, QUE RUEDA CON CLOONEY, PUEDE SER DULCE O ESQUIVA, TIERNA O DUEÑA DE UN HUMOR AGRIO, GENEROSA CON SU TIEMPO O FEROZ DEFENSORA DE SU PRIVACIDAD
Hay voces y hay voces. Y luego hay la voz de Scarlett Johansson. Una vez grave, ronca, penetrante, profunda, al estilo de Lauren Bacall o Kathleen Turner. Una voz ahumada, como los whiskies escoceses, de alguien que en sólo treinta años ha vivido mucho: la responsabilidad de ser una niña prodigio, la separación de sus padres cuando era adolescente, dos matrimonios (el primero de ellos breve y turbulento), la maternidad, la fama, la pérdida del anonimato y la libertad.
Scarlett, quizás por sus genes escandinavos (su padre es un arquitecto danés), mantiene siempre una cierta distancia. Calificarla de fría quizás resulte un poco excesivo, pero no siempre es cálida, y si se empeña puede ser francamente cortante, como otras actrices que han llegado a la cima muy jóvenes, sin tiempo casi para que su estómago digiera el éxito. La puntualidad no es su fuerte, y con frecuencia llega tarde lo mismo a los ensayos que a las entrevistas. Es consciente de su atractivo, y del poder que ejerce. Los colegas la consideran brillante, ambiciosa, competitiva y mandona, rodeada siempre de una cierta aureola de misterio.
Tiene una personalidad muy fuerte y muy definida, fruto del cruce de lo nórdico y lo judío, muy neoyorquina, tal vez de ahí la empatía con Woody Allen, uno de sus directores fetén. O con los hermanos Coen. No es la típica actriz delgadísima, de porcelana, obsesionada por ser un fideo. Voluptuosa, de labios carnosos, cabello rubio y unos ojos de un color azul frío y cristalino, como las aguas del mar Báltico, tiene sus curvas y le gusta lucirlas, como a las grandes divas de los años cuarenta y cincuenta, la época dorada del cine. Pero sobre todo es la voz. Una voz capaz de sostener por sí sola una película, como fue el caso de Her, un sistema operativo de móvil del que se enamora Joaquin Phoenix. Y no sólo Phoenix. Un sistema del que se podría enamorar cualquiera.
Ya se sabe que en Hollywood dominan los progres (aunque dentro de los cánones de lo políticamente correcto, sin meterse con el Estado de Israel y sin desafiar según qué intereses), pero Johansson figura en el grupo de actores y actrices más implicados en la causa demócrata, junto con Sean Penn, Martin Sheen, Susan Sarandon, George Clooney o Tim Robbins. Ha hecho campaña activamente para Barak Obama, y se niega a considerar su presidencia como un fracaso, o incluso como una decepción. Los republicanos, y en especial el Tea Party, le repugnan. “Si ganan, emigraré a Nueva Zelanda”, amenaza aunque no sea verdad. De cara a las próximas elecciones pone su dinero en Hillary Clinton.
No es la única actriz (o actor) que intenta ejercer un férreo con- trol sobre lo que se sabe, se escribe y se dice de ella, pero Scarlett Johansson prosigue ese objetivo con un celo talibán, y durante su embarazo estaba prohibido preguntarle por el tema bajo peligro de ser severamente reprimido o sumariamente expulsado. Pero a pesar de ello –nadie puede tenerlo todo atado y bien atado– ha sido protagonista de dos affaires que le habría gustado evitar. El primero, la aparición en internet de unas fotos desnuda que ella misma se había sacado con el teléfono móvil para enviar a su primer marido, Ryan Reynolds (el hacker fue detenido en Florida y cumple condena de diez años de prisión). Y el segundo, el patrocinio de la bebida Sodastream, producida por una compañía israelí que tiene una fábrica en los terri-
torios ocupados (como consecuencia de ello, la organización caritativa Oxfam cortó los lazos que la unían desde hacía tiempo a la estrella como embajadora).
Scarlett tiene un rostro que es amigo de los primeros planos, un don para una actriz. Y la cámara, a la que no es fácil engañar, muestra un alma compleja y una belleza enigmática. La protagonista de Under The Skin, Her o La chi
ca de la perla puede mostrarse tierna o sarcástica, con un equilibrio interno o una tristeza contagiosa, alegre o melancólica, sofisticada o cool. “Es una chica sutil, que puede transmitir una emoción sin mover ningún músculo de la cara”, dice Sofia Coppola, que la dirigió en Lost in Transla
tion, y la catapultó al estrellato. Decía Churchill que Rusia era “un acertijo envuelto dentro de un misterio y metido dentro de un enigma”, y lo mismo podría decirse de Johansson. Una nunca sabe la Scarlett que se va a encontrar, si la dulce o la un poco crecida, si la muñequita de terciopelo o la guardiana casi fanática de su privacidad (se niega a hablar de sus romances con Sean Penn. Jared Letto y Josh Har-
Niña prodigio, hija de un arquitecto danés y una judía del Bronx, a los treinta años tiene ya una gran carrera
nett, y de su actual matrimonio con Romain Dauriac, padre de su hija), la de la sonrisa franca o la del ceño fruncido y el humor un poco cínico que mira por encima del hombro, la que viste con traje de noche y zapatos de tacón, o con vaqueros y bambas, la que tiene el look de una estrella de cine o de cantante de una banda indie, la sensible o la neurótica, la niña mimada o la donante generosa de su tiempo y su dinero, la afrancesada que vive en París o la que se siente en casa en el Bronx de Nueva York, la que va al estudio en limusina o la que viaja en la parte de detrás de un scooter, como si fuera la amante de un presidente francés cualquiera. Lo mejor de todo es que ninguna de esas Scarletts es falsa. Todas son auténticas. Y además, está esa voz…