Cena en La Habana
Aún no se hablaba de crisis cuando a Alina, ingeniera de caminos cubana, la empresa la envió a Barcelona durante los días previos a la Navidad. Al final de su primera jornada, a la hora de la cena, la sonrisa que lucía a su llegada se había esfumado. No fue el frío de aquel invierno, ni el despilfarro de miles de lucecitas en calles y escaparates, ni el tráfico de coches camino del centro, ni la gente cargada con paquetes, lo que la sumió en una mezcla de desconcierto y añoranza. Tampoco hubo que insistir mucho para que acabara confesando: “A la hora de comer entré en un restaurante de menús y nadie me dijo nada: ni se interesaron por saber de dónde venía, ni cuánto tiempo iba a estar en la ciudad. Nada de nada, no me hicieron ni caso”.
Había que haber visto aquella mujer en acción, en su casa de La Habana, para entender su desconsuelo. Había que ha- ber estado allí, también en los días previos a la Navidad, para contagiarse de su alegría, verla convocar al vecindario y poner la mesa donde iría depositando el exquisito cerdo asado, con la piel tostadita, y el arroz con frijoles, y la yuca, y la ropa vieja y todo lo que pudo preparar, desafiando a la pura escasez, para agasajar al extranjero.
El miércoles, pocas horas antes de la Nochebuena, Alina contaba a través de un correo electrónico que cenaría con la familia y tomarían pollo: “El cerdo lo dejamos para la cena de fin de año. Y nos quedaremos conversando, escuchando música y tomando unos traguitos”. Brindarán por las buenas noticias. “Son muchos años de hostilidades. Yo creo que este es proceso indetenible”.
Ojalá tenga razón y el fin del embargo no sea sólo un bonito cuento de Navidad. Ojalá puedan llenar las neveras. Y ojalá Alina nunca olvide el nombre de los vecinos de su barrio.