El tema del día
Sigue el balance del 2014. Hoy La Vanguardia analiza la convulsa política española del año que termina.
TERMINA un año político que podríamos calificar de histórico, si el periodismo no abusara tanto de este adjetivo. En el 2014 se han producido hechos de altísimo simbolismo. La abdicación de Juan Carlos I; el nostálgico adiós que suscitó Adolfo Suárez y la caída del mito Pujol son las imágenes de un año que ha enterrado definitivamente los valores positivos y negativos de la transición. Pero estos acontecimientos, siendo muy importantes y sonoros, con resonancia de fin de etapa o incluso de fin época, no convertirían por sí mismos el año 2014 en histórico. Lo verdaderamente relevante de este año que termina es la acumulación de temblores políticos y sociales, terremotos políticos de diversa magnitud pero que, en conjunto, revelan un gran movimiento de placas tectónicas en el interior de la sociedad española.
Ninguna de las grandes instituciones se ha librado de los temblores, pero tan sólo la monarquía ha tenido conciencia de la gravedad del momento y, con un sentido de Estado que contrasta con el de los dirigentes de los partidos y de otras instituciones, ha procurado encabezar, de momento en solitario, el cambio de paradigma. La lúcida dimisión de don Juan Carlos fue el último servicio del rey a la democracia. La imputación de la infanta Cristina, así como el desprestigio causado por hechos desafortunados (cacería en Botsuana en plena crisis) y los reiterados atropellos físicos del monarca aconsejaron su renuncia al trono. El sentido de la abdicación era tan claro como ejemplar: ante el deterioro de la imagen pública de la más alta representación simbólica del Estado, el rey evitaba la gangrena de la institución cediendo el paso.
El discurso de Navidad que Felipe VI ha pronunciado en estos días navideños abunda en el lúcido diagnóstico reformista ya expresado en su investidura. España –opina el Monarca con franqueza– necesita afrontar una reforma a fondo. Una reforma que elimine la corrupción “sin contemplaciones”. Una reforma que favorezca la unidad ante la lenta recuperación económica, repartiendo mejor los costes de la crisis, condición sine qua non para transformar el malestar en esperanza de futuro. Una reforma que permita reunirnos en la diversidad, en referencia explícita a la necesidad de buscar una salida al pleito catalán. “Unidad no es uniformidad”, había proclamado en su primer discurso, recuperando una idea fundacional de nuestra democracia desaparecida del relato oficial.
Sabido es que el Rey modera e impulsa, pero no gobierna. Y lo cierto es que ni el partido del Gobierno ni el PSOE acaban de impulsar este programa reformista. El PSOE, porque ha iniciado este año el difícil proceso de la renovación generacional, con la dimisión de Pérez Rubalcaba y la elección de Pedro Sánchez como secretario general. Una renovación que parece cuestionar Susana Díaz, quizás porque Sánchez, en sintonía con el Rey, cree que hay que limpiar a fondo el partido de la corrupción y este deseo de limpieza se nubla en Andalucía. Atrapado en la rigurosa instrucción del caso ERE y otras complicaciones derivadas de tantos años de gobierno ininterrumpido, el PSOE andaluz es granero de votos socialistas, pero a la vez impedimento de regeneración del partido.
Por su parte, el PP se ha encastillado durante toda la legislatura en su mayoría absoluta. Aunque recientemente Mariano Rajoy ha dado pruebas de comprender que la magnitud de la crisis requería concesiones al consenso social, lo cierto es que el PP ha creído que podía enfrentarse en solitario a la crisis económica, la crisis social y la crisis catalana. Su propuesta de ley, orden y confianza en el futuro ha embarrado el último cuatrimestre del año, durante el cual diversos casos de corrupción –viejos y nuevos– han convergido provocando tremendos temblores. Cuatro meses negros para el Gobierno, que abren toda suerte de interrogantes sobre el ciclo electoral del 2015.
Rajoy sigue centrando su apuesta en el alivio de la crisis económica, sin apertura a los planteamientos reformistas referidos a la Constitución y el encaje de Catalunya en España. El partido gobernante, severamente castigado por los escándalos, quiere aparecer ante el electorado como principal garante de la recuperación y la estabilidad. Todo lo demás serían aventuras. Este es su planteamiento, y con esta estrategia intentará superar el ciclo electoral. Después, según cual sea la nueva relación de fuerzas, ya se verá. Tiempos nuevos y un viejo principio táctico: primero ganar y después pactar.
En Catalunya ha habido poco gobierno y mucha movilización. Escasa labor de gobierno que no puede justificarse por la crisis y la escasez de recursos. La Generalitat de Catalunya es un cuerpo administrativo de grandes dimensiones, con importantes competencias. El perfil plano de la gobernación catalana no tiene excusa por altas que sean las metas políticas del president Artur Mas. La Generalitat no puede ser una diputación a la espera de acontecimientos. Se ha gobernado poco, y el protagonismo ha recaído en la causa soberanista, que, superando la bomba depresiva de la confesión fiscal de Jordi Pujol, protagonizó una nueva exhibición de fuerza en la Diada del Onze de Setembre, con gran repercusión internacional gracias al referéndum escocés. La capacidad de movilización del soberanismo y la tenacidad del president Mas condujeron a la celebración de un seudorreferéndum el 9-N, sorteando la suspensión cautelar del Tribunal Constitucional. La posterior querella contra Mas –un error político– sitúa de nuevo el pleito en un bucle jurídico.
Paradójicamente, el adversario menos pensado del soberanismo ha aparecido casi por sorpresa en las encuestas: Podemos, un partido que, desde su irrupción en las elecciones europeas, no ha cesado de suscitar feroces críticas y eufóricas esperanzas. Es difícil predecir el futuro de la corriente que lidera Pablo Iglesias, pero todo parece indicar que ha llegado para quedarse. El programa rupturista de Iglesias se está modelando para aparecer como alternativa nueva al anquilosado PSOE. Todo el escenario político nota su presión.
España llega al 2015 con perspectivas reales de mejora económica, pero también con una latente voluntad de cambio, fruto del hartazgo y de la sensación de fracaso. Esta voluntad de cambio puede ser asumida por los partidos, como el Rey propone, o puede ser frenada. La clave del futuro político está en la respuesta a este dilema.