El zapato como arma arrojadiza
LOS hombres (y las mujeres) se definen también por sus zapatos. No sólo por el modo como los llevan, sino asimismo por la manera como los cuidan. E incluso por el uso que hacen de ellos. Gustave Flaubert envió una carta a su amante Louise Colet en la que hablaba con romántica intensidad de su par de botas viejas, pensando en los pasos que había dado con ellas, las hierbas que habían pisado o los barros que se pegaron a sus suelas para llegar hasta su amada. Sin embargo, en las últimas horas se habla de la bota de un futbolista turco del Atlético de Madrid a quien, en un momento de frustración deportiva de notable intensidad dramática, no se le ocurrió nada mejor que lanzarla contra el linier de la banda, que vio como pasaba a unos palmos de su cabeza.
En las páginas de Deportes recordamos la importancia del zapato como expresión de protesta. Nikita Jruschov, durante una asamblea de la ONU de 1960, golpeó su pupitre de forma furiosa con su calzado, todo un calentón en los años de guerra fría. Sin embargo, el zapato más famoso del siglo es, por el momento, el del periodista iraquí Muntazer al Zaidi, que tiró sus botas contra George W. Bush, a quien culpó durante una rueda de prensa del desastre de la invasión de Iraq. Meses después fue Hillary Clinton quien esquivó el zapato de tacón de una dama en una conferencia sobre los residuos sólidos en Las Vegas. E incluso en el Parlament, el diputado David Fernàndez mostró amenazadoramente una sandalia a Rodrigo Rato, que había ido a dar explicaciones por la salida a bolsa de Bankia.
El zapato se ha convertido con el tiempo en arma arrojadiza, en proyectil improvisado. Y es, sobre todo, la impotencia del derrotado. Si el calzado retrata a quien lo lleva, Arda es el último jenízaro.